9. Valmontone (I) – Pompeya (I)

Nunca podríamos perdonarnos habernos desviado un poco hacia la península itálica y no haber hecho una visita, aunque fuera fugaz, al Sur.

El Sur no es Italia: es otro país. En clase de geografía e historia nos engañaron. O, si queréis, lo podemos plantear al revés: El Norte no es Italia. La verdadera está de Roma para abajo. Uno se da cuenta por algunos detalles:

– Pararse en los semáforos en rojo es opcional. En serio: completamente opcional. Si es de noche, es una temeridad que el extranjero permanezca parado en ellos. Puede ser embestido y, encima, tachado de gilipollas.

– Un policía puede indicarte cómo ir a una calle pidiéndote que entres primero por una en dirección prohibida

– En lugar de líneas continuas en el suelo, hay bordillos sobreelevados, para hacerse respetar

– Si pides ticket o factura en algún sitio te miran con una mezcla de sorpresa y desprecio, como si fueras inspector del fisco

– Muchos jóvenes están sin hacer nada a cualquier hora apoyados en grupo en cualquier sitio

– La comida está más rica que en el Norte y la mitad de barata

– En materia de tradiciones, moral y sexo, pese a lo que parece en la televisión, están todavía más reprimidos, si cabe, que el resto de presuntos compatriotas

– Mandan las mujeres. Ser una mamma es el más alto escalafón de la sociedad. Su sola presencia acojona al capo más veterano

– Los baches de las calles y carreteras se representan con curvas de nivel en los mapas topográficos

– Las motos, llamadas motorini, van, preferentemente, por las aceras

– Las edificaciones son sucias y decadentes, al contrario que las personas, que están radiantes y alegres

El camino hacia ese Sur profundo, cinematográfico, donde el poder está estructurado de forma mafiosa, de forma paralela a una Administración existente pero casi inoperante, comienza nada más trasponer los umbrales de la región del Lazio.

En la misma panadería de Valmontone nos hacemos acopio de dulces y pan y almorzamos en el primer área de descanso, de las pocas que empiezan a aparecer ya. En la de Aquino, donde no nació Santo Tomás, aunque sí murió muy cerca, en Fossanova, un poco más adelante, nos tomamos el café antes de emprender la subida a la Abadía de Montecassino, de espléndidas vistas.



En esos muros, destruidos exactamente el 15 de febrero de 1944 en la última de las cuatro batallas libradas allí durante el asalto final de los aliados en la II Guerra Mundial, o sea, casual y justamente 49 años antes de la jornada de nuestra visita, fue donde San Benito fundó en pleno siglo VI una de las órdenes religiosas más célebres: los benedictinos, que tanto bien hicieron a la cultura occidental transmitiéndonos copias de los manuscritos clásicos en sus scriptoria. Bueno, creo que muchos habréis leído (o visto la película) El nombre de la Rosa.

Como ya es tarde por la tarde, la abadía está cerrada. Una ventisca gélida nos impide disfrutar del panorama como es debido. Tan cerca de la costa, su mirador está a 520 metros de altitud y el espectáculo es amplísimo. Así es que, nada, continuamos hacia Nápoles.

Se trata de la capital del Sur. Fijaos si les da todo igual que es la ciudad más grande del mundo situada más cerca de un volcán activo. Pero les da lo mismo. Como dice su refrán: la cercanía de la muerte exalta la vida.

Una erupción inesperada, sin un buen plan de evacuación, con salidas y accesos penosos (toda la bahía está rodeada de un circo montañoso) y en una hora o poco más les puede pasar lo que les pasó a los de Pompeya y Herculano el 24 de agosto del año 79. Sólo que éstos son dos millones de personas.

Cuando pagamos en el peaje de Nápoles el empleado, por supuesto, no nos da el recibo de la tarjeta (recordemos: esto es el Sur, como decía la Raffaela Carrà). Cuando se la reclamamos, el tío la saca de mala gana y dice claramente enfadado:

– La ricevuta, la ricevuta... ! (traducido con gestos y entonación: ¡para qué cojones querréis vosotros el ticket!)

Como el tráfico es caótico, al estilo de El Cairo, nos sustraemos un par de horas a sus efectos y nos subimos todo lo que podemos al monte Vesubio. Al padre Vesubio, que genera la belleza y la vida de la región, la fértil campiña y sus huertas, pero que también puede generar su definitiva caída.



Toda la carretera, desde apenas rebasar los últimos barrios de la ciudad, está trufada de coches con gente follando por los arcenes. Son los que no desaprovechan las tardes de domingo. La región está superpoblada y sitios así son los únicos donde poder encontrar algo de tranquilidad.

Por discreción no hicimos foto alguna, pero todos los coches, cientos y cientos de coches, a pesar de que estaban separados muchos metros entre sí y no había contraluz posible para deleite de mirones, todos tenían las ventanillas completamente forradas de camisetas y otros objetos para que nadie viera nada.



Kilómetros más arriba y muchos coches más... no se acababan. Parecía una romería organizada: Estábamos en el picadero de Nápoles. Cuando el hielo y la nieve no nos dejaron alcanzar ya la plataforma del observatorio sismográfico, aún había más coches posados en la nieve, algunos de ellos de tracción integral.

Al darnos la vuelta, un espectáculo de luces se abrió de repente: la Bahía de Nápoles estaba a nuestros pies.



La Costa del Sol de la Antigüedad, la Marbella romana, el clima eternamente primaveral que persiguieron aquellos patricios adinerados... Ahí estaba. Caótica y codiciada a la vez.

Al volver una hora después hacia la capital, pasamos como de paseo por Herculano y Portici, ciudades-dormitorio pero con aire rural y descuidado de barrio marginal.

No puede decirse que Nápoles sea un sitio bonito de ver. En realidad está hecho una porquería. Urbanismo cero. Funcionalidad cero. Aún así dimos largos paseos por el puerto y también por los alrededores del Museo Arqueológico, que por cierto cuenta con un interesante Gabinete Secreto con los objetos más picantones de nuestros ancestros.

Frente a él, esta bonita galería comercial, al estilo de la Victor Manuel II de Milán.



Al pasar por el puerto, bajo el Palacio Real, un montón de chavales de marcha se arremolinaban en torno a un puesto ambulante de salchichas grasientas llevado por una mamma vociferante. Por detrás sonaba el grupo electrógeno. Cuando nos tocó el turno de llenarnos de un riquísimo colesterol rebosante de mahonesas artificiales y guarniciones calentitas, dice la señora, llena de amor por nuestro país:

– Ah, bella la Spagna !

Y allí pegamos un rato la hebra con ella hablando de tópicos. La humedad se nos metía por los huesos mientras tanto...

Bueno. Pues no nos quedó más opción que acercarnos a Pompeya, muy cerca. En una calle con huertas, a unos doscientos metros de Porta Marina, la entrada principal de la excavación, allí nos acomodamos. Sin ruidos. Con mucha paz. Sin las hordas de autobuses turísticos que hay en verano. Esperando con ansias al día que llegaba. Íbamos a visitar la ciudad mejor conservada de toda la Antigüedad. La espesa capa de cenizas la dejó calcada casi intacta, con la vida palpitante en el mismo instante de su ruina.



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