7595 Km

43 ciudades visitadas

9 países recorridos







1. Salamanca (E) – Pancorbo (E)

Sábado ocho de febrero de dos mil tres. Veinte horas y veinte minutos. Le metemos unos eurillos de recarga a los móviles, que entonces no eran de contrato, y nos lanzamos a la aventura de conquistar los lejanos Balcanes... en un Renault 21 camperizado.

Sin miedo. Si nos pasa algo grave tan lejos –pensamos–, casi que nos hacen un favor... la póliza de asistencia nos repatriaría gratis, sin gastar gasolina, que seguro que vale más que el coche. Con ese optimismo se va calentando la cena en el horno del motor y, cuando por el tiempo transcurrido está a punto, nos la cenamos en una fría plaza desierta de la antigua travesía de la N620 en Villodrigo (Burgos).

A lo lejos un vecino se mete en su casa dejando un portazo apagado tras de sí. La noche y el frío arrecian.

Como acaban de publicar la nueva edición, como cada febrero, nos hacemos con el Mapa de carreteras de España y Portugal de Michelín en el área de servicio, salida 6, de Villagonzalo-Pedernales, a las puertas de Burgos. Le damos de comer su ración de la que entonces se llamaba gasolina súper de 97. Este motor 2.0i tira muy bien con sus 121 CV, es elástico y brioso, pero glotón.

La noche es ya cerrada y el cuerpo nos dice basta en el sobrecogedor desfiladero de Pancorbo, en la N I. En un recodo de la intersección del acceso norte a la población buscamos un punto nivelado y cambiamos a modo noche. O sea: pasamos la nevera de sus anclajes traseros a los pies del asiento del copiloto y la enchufamos al salpicadero para que siga conservando los alimentos frescos.



A continuación echamos lo más adelante posible los asientos delanteros por sus carriles y ponemos el parasol aislante al parabrisas. Caldeamos un rato el habitáculo trasero y nos colamos dentro del pesado edredón: confort total por cuatro durillos.





2. Pancorbo (E) – Carcassonne (F)

Uno de los más enigmáticos despertares abre el telón de nuestros sueños a la realidad de la mañana del domingo. 07:30: Nada de tráfico. Nada de camiones. Nada de ruidos... excepto el motor de un misterioso Peugeot color rojo con matrícula de Valladolid, cuya numeración no anotamos.



En el interior, un varón de nuestra edad, unos 35 años. Para sigilosamente en el arcén izquierdo tras desviarse de su marcha sentido Irún. Muy despacito. Como escudriñando qué tipo de coche somos. Al ver las bicis en el techo descartó seguramente nada inconveniente.

Desciende del vehículo, mira para todos lados y se dirige unos veinte metros hacia el talud junto al que estamos dormidos. Escudriña certeramente entre la maleza, remueve unas piedras y toma una bolsa de basura negra algo abultada, como con peso. En un instante se vuelve a meter en el turismo y reemprende la marcha en el mismo sentido. Vuelve el silencio.

Las especulaciones sobre este tipo de tomas y recogidas de material os las dejo a vosotros. Nosotros tenemos formada una opinión, pero carece de importancia.

Con estos bonitos roquedos, salimos del desfiladero y, antes de llegar a Miranda de Ebro,



nos desayunamos y compramos lotería nacional (que no nos tocó, como podréis suponer por la de tiempo que tardamos en encargar la Marco Polo) en el primer bar de carretera a nuestra derecha. El café nos espabila. Vemos que no hemos soñado nada de lo de antes. Son las cosas que se ven cuando uno viaja a lo hippie.

Nos aprovisionamos la bodega en el Eroski de la localidad guipuzcoana de Tolosa y llenamos, camino de la cara Francia, la alacena de debajo de la cama.



Y ya en la autopista A64, cerca de Pau, por donde estuvimos frecuentando los locales más divertidos de la noche, nos agenciamos el mapa en curso de carreteras de Francia en la estupenda escala 1:200000, pastas duras, que acostumbra a publicar la Editorial de viajes Michelin por allí. Detalladísimo y recomendable.



Cenando por las áreas de descanso, alcanzamos Toulouse a tiempo de continuar la diversión y descansando en el aparcamiento de la isla du Ramier, junto a lo que hoy es el Casino y entonces era una inmensa escuela profesional de Química.

Luego otro estirón hasta el área de descanso de Carcassonne, esa ciudad doblemente amurallada que parece un Exin Castillos de verdad.

Así la veríamos a la mañana siguiente:





3. Carcassonne (F) – Pas de Oullier (F)

Bien aseaditos con algo de frío, repostamos depósitos y víveres en el hipermercado Géant, cadena verdaderamente económica,



y nos lo comemos en el área de descanso de Lespignan, ya en la transitada autopista A9.



Un poco de esparcimiento más tarde, en las áreas de Gigean primero y más tarde en la de St Aunès y en la preciosamente acondicionada de Nîmes, donde se recrea, como no podía ser menos junto a la célebre capital romana, la scaena de un teatro.



Yo propondría un término medio: ni la mierda de arcenes con cubo de basura (a veces sin él) en que consisten las pocas áreas españolas, ni la magnificencia de las francesas que se permiten estas licencias multimillonarias para dignificar el descanso del conductor.

Un agradable paseo por el centro de la otra gran ciudad romana de Provenza, Arlés, es lo siguiente que hacemos. En la comisaría de la policía no les quedan planos turísticos, pero no nos importa: el casco histórico es intuitivo de conocer.

En otro área, ya pasada Marsella por su circunvación norte, junto al bello puerto de montaña llamado Pas de Oullier, sobre la bahía de Cassis, en la A50, nos entretenemos para terminar el día.





4. Pas de Oullier (F) – Ventimiglia (I)

A un paso está Toulon, la base naval francesa más importante del Mediterráneo, llena de destructores de la Armée, apuestos marineros con galones por todas partes y ambiente militar. Es una especie de la pontevedresa Marín o la murciana San Javier. Incluso la gaditana San Fernando, pero con mucho glamour. Una imponente rada:



Allí repostamos de todo y nos agenciamos la Guía Roja de hoteles y restaurantes. La biblia por la que guiarse en las buenas mesas del país. Y también extraordinarios mapas urbanos y de accesos a las ciudades en una época en la que todavía tener un navegador era ciencia-ficción.



Un esfuercillo más por los paisajes y las zonas de descanso de Cannes y nos plantamos literalmente en primera linea de playa nada menos que en la Promenade des Anglais, el vistoso paseo marítimo de Niza. Está completamente prohibido para campers y autocaravanas. No nos importa: nosotros somos un simple derivado de turismo (ITV 3100) que tiene cama.

Bajamos las bicis y nos lanzamos a la conquista del centro. Las tías patinan por las aceras, la brisa fresca pero agradable nos golpea las mejillas: Atardece en la Costa Azul.



En un mes frío como febrero es importante no alejarse mucho del mar. Gozaremos del beneficio de su vecindad: en las costas que no son el Báltico casi nunca hiela.

Ante nuestros obnubilados ojos pasaron inalcanzables hoteles de lujo como el Negresco, tan ligado a los comienzos de nuestro chef Ferran Adriá; en los escaparates de las numismáticas series completas de euros de la dificilísima acuñación de Mónaco a más de 400 € el estuche...



Dio tanto de sí la visita a la capital y a sus encantos que nos olvidamos de cenar a la hora francesa. Lo único que quedaba abierto era la hamburguesería de los aros y allí nos metimos antes de pasar al Principado.

Pero patear en la soledad de la noche las frías calles junto al Museo Oceanográfico, el Casino o el Palacio de los Príncipes sólo lo hicimos después de ir a la curva.

No: no es la curva del circuito del Gran Premio. Es la curva de herradura donde el 13 (para que luego digan que no da mala suerte) de septiembre de 1982, seguramente porque pisó el acelerador en lugar del freno en su coche automático, acaso por la excitación de la discusión que traía con su hija, la princesa Estefanía, salió despedida la semidivina Grace Kelly hacia un huerto situado cuarenta metros más abajo del precipicio, junto al camino de Bautugan, en la sinuosa carretera La TurbieCap d'Ail. Murió al día siguiente. Nuestras luces unidas a las del coche que subía por la derecha ayudaron a hacer la foto.



Con el recuerdo de su inmensa belleza truncada por la desgracia



fuimos viendo (por fuera) los escenarios de una vida de cuento. El palacio donde moró,





la catedral donde se unió al linaje de Rainiero III,



el casino donde jugó rodeado de la crema de las finanzas,



el insuperable restaurante Alain Ducasse (cinco tenedores rojos y tres estrellas, lo más de lo más en un lujoso palacio) donde tantas veces acudió,



y el exclusivo puerto deportivo donde atracaban sus yates y los de la aristocracia de medio mundo.





. Esa ciudad-estado llena de selectas galerías de arte,



utilitarios de matrículas pequeñitas y precios disparados,



donde una casita de cuatro habitaciones cuesta once millones de euros.



Eso, y muchas cosas más, es Mónaco.

Con los ojos fuera de las órbitas de ver la pasta que tiene y se gasta la gente pasamos por la puerta del casino con tan mala suerte de que dos policías municipales de blanco impoluto nos dieron el alto para preguntarnos –atención a la humillante pregunta– si nuestro coche tenía seguro. Cuando nos marchamos, un metro después de arrancar de nuevo, el motor se caló y una sonrisita paternalista iluminó los rostros de aquellos dos ángeles de la seguridad y tiñó de rojo los nuestros.

Años después, para sacarnos aquella espinita, aparcamos nuestra Marco Polo negra en la mismísima puerta del Casino durante un paseo navideño. La vida, que da muchas vueltas...



Enseguida nos alejamos de allí rumbo a la frontera italiana. Nada más pasarla por los túneles de la autopista A10, llamada dei Fiori, nos salimos por la complejísima y fea área de servicio de Ventimiglia, famosa hace unos días (diciembre de 2007) por los incidentes y hacinamientos de camioneros debidos a la huelga feroz que afectó a los transportistas de ese país. Que, además, tenía un peaje doble.



Y en lo que nos pareció (atrevida ignorancia) un lugar tranquilo al final de la playa nos dormimos soñando con ser ricos alguna vez... sin decírselo a nadie.





5. Ventimiglia (I) – Viareggio (I)

Una serenata con aire allegro ma non troppo y matiz fortissimo, pero interpretada por vociferantes empleados con diabólicas motosierras nos hizo volver a la realidad. Habíamos estacionado justo al lado de un jardín del paseo marítimo donde casualmente estaban de mantenimiento.

Sigilosamente, nos cambiamos de sitio para pasar ese rato de mala leche cuando te despiertas por la fuerza pero no tienes prisa por levantarte. Luego, como el nuevo lugar era bastante discreto en una zona de solares sin construir muy tomada por la vegetación, allí nos aseamos y empezamos a incubar alguna infección de vías respiratorias superiores.

Sin volver todavía a la autopista, nos aventuramos un poco por las tortuosas carreteras de la costa hasta la ciclista San Remo, donde conocimos su decadente casino. Está visto que en toda localidad de costa con pretensiones hay un casino.



Y de allí nos sumimos por fin en el gran espectáculo que todos los que habéis ido alguna vez a Italia por la Riviera recordaréis: una incesante sucesión túnel-viaducto-túnel-viaducto-túnel-viaducto... hasta el infinito... bueno, hasta ¡67 túneles y 90 viaductos en sólo 113 km! que ocupan exactamente el 60% del kilometraje. Y es que los Alpes caen a pico sobre el golfo de Génova y todos los valles son perpendiculares al mar de Liguria. Así es que la Autostrada dei Fiori está prácticamente horadada y volada.



Si alguien quiere saber más detalles, están todos pulsando aquí.

Bueno, pues por esa joya de la ingeniería, que se ha quedado ya pequeña (dos carriles por sentido no bastan para tanto tráfico pesado), llegamos hasta la fría, canalla y algo caótica Génova. Ciudad gris, industrial hasta la saciedad, demasiado poblada y con la riqueza especialmente mal distribuida, donde conviven las anchas avenidas creadas durante el período del fascismo italiano con tortuosas callejuelas portuarias donde los delitos contra la propiedad son el pan de cada día.

En uno de esos inmensos viale mussolinianos (Guglielmo Marconi) arrumbamos el coche por unas horas en una esquina y con 1ºC cogimos las bicis por otro (Brigate Partigiane) con menos abrigo del recomendable. Nuestros estreptococos faríngeos empezaban a replicarse a sus anchas.

En un cruce dudamos, y una vistosa chica policía municipal con casco blanco demodé tipo Calimero puesta en el centro de un cruce nos confirmó a nuestras preguntas que la dirección que llevábamos era la correcta con un bonito

Certo. Bravissimo!

Vimos y disfrutamos por el centro todo lo que pudimos y, con un poco de prisa por el problemático lugar en el que habíamos estacionado, volvimos rodando hasta él. El coche estaba en su sitio y con todo en orden.

Con la alegría de volver a casa, pero cada vez más doloridos ambos de la garganta y con fiebre, empezamos a tirar de la farmacia del coche. Y avanzamos un poco más, pero con bastantes ganas de abortar el viaje a causa del dolor y la flojera. Habíamos caído malos, como se decía antes.

Antes de llegar a Pisa, nos salimos de la autopista A12 a la altura de Viareggio por un ramal paralelo, muy cerca del parque natural Migliarino, en una zona –lo averiguamos después– que en verano está llena de playas nudistas y bosques donde se practica abiertamente sexo en grupo. Pero que por la noche es un hervidero de prostitución local. Habíamos dado con el sitio inadecuado. Bingo: la Via dei Lecci de la Marina di Torre del Lago.

Pero estábamos tan hartos, con tanta fiebre y sueño que mientras veíamos a dos putas charlar a lo lejos, heladas de frío, una de ellas con movimientos autistas de vaivén del tronco, nos quedamos profundamente dormidos. La Azitromicina corría por nuestras arterias reparando daños.





6. Viareggio (I) – Colonna di Grillo (I)

El tráfico ferroviario (pesados convoyes de mercancías, sobre todo) que pasaba muy cerca de nosotros, entre la calle de las putas y la Via Aurelia, célebre calzada romana que unía Roma con la región de Liguria, o sea, más o menos el itinerario por el que venimos, nos fue despertando. Después de desayunar seguíamos afectados, pero algo recuperados. Así es que se nos renovó de luz todo lo que por la noche veíamos tan negro.

Va a ser verdad lo de que la glándula pineal regula el estado de ánimo.

Un tranquilo barrio a la entrada de Pisa, cerca de la estación de San Rossore nos dio confianza suficiente para aparcar. Por allí sólo había apacibles señoras haciendo las compras del jueves. Así es que bajamos las bicis, memorizamos que nos posábamos en Vía Po e, increíblemente cerca, allende un paso a nivel con barreras, estaba la torre inclinada y todo lo demás: el cementerio, el baptisterio, la catedral... como lo conocemos por los libros,



y las pintorescas riberas del río Arno, el mismo que baña los puentes de Florencia.



El tiempo empezaba a cambiar. Más al sur, más sol, mejor temperatura.

De allí nos fuimos a comer a una ciudad tan desconocida como bella. Amurallada, accesible, muy viva... Se llama Lucca. Tras sus alrededores contemporáneos, en algunos de cuyos edificios se reflejaba nuestra silueta,



se esconden bellos rincones como esta plaza de lados irregulares (no olvidaremos el pan que nos despacharon unas simpáticas empleadas de tahona),



o la casa donde vivió el gran violinista genovés Paganini.



Con las bicis se avanza muchísimo, se ve todo panorámicamente.



Ésa es una de las últimas fotos de una cómoda doble suspensión que un amigo de lo ajeno me robó (cadena incluída) en una calle del ensanche de Barcelona, meses después.

Los palacios que pueden divisarse desde las murallas,



alguno de los cuales sólo emplean la parte plana de las tejas romanas (tegulae) montadas en las dos posiciones (canal y cobija), cosa curiosísima que sólo hemos visto allí.



El el tejado de más arriba pueden verse en la disposición normal: las tegulae (parte plana) haciendo de canales y los imbrices (parte curva) haciendo de cobijas.

Cuando la luz empezó a bajar pusimos proa a Florencia y dejamos el coche no en el abarrotado aparcamiento municipal de la Fortezza (la ciudadela) que no nos inspiraba cosas muy buenas, sino en una tranquila calle al estilo amstelodamés, junto a un canal, la via 20 Settembre. Estaba unos 300 m más lejos del centro. Pero ¿a quién le importa llevando bicis?



No nos podemos entretener demasiado en la Toscana porque las fechas mandan. Hubiera estado muy bien esperar hasta la mañana para ver el David de Miguel Ángel Buonarroti en la Academia o pasar a los Uffizi a ver cómo nacía Venus de la espuma del mar, pero seguro que dentro de unos años, ya viejitos, podremos cogernos un vuelo con tres noches y ponernos las botas a ver cuadros. Ese día nos maravilló la arquitectura del exterior de la galleria, por ejemplo,



tanto como la intensa vida estudiantil, turística y de ocio con que palpitó la ciudad toda la tarde.

Una farmacia donde comprar algo que contuviera Acetilcisteína para expectorar nos confirmó que lo importante no es saber cómo se llama el medicamento que tomas en España sino qué principio activo debes nombrar en el extranjero para que te atiendan porque fuera se presentan bajo otras marcas.

Largos paseos por el Duomo, la plaza de la Signoria, el Ponte Vecchio y sus joyerías y sus candados cerrados puestos por enamorados... (único respetado por las bombas de la II Guerra Mundial), el palacio Pitti o el corredor Vasariano fueron completando las piezas imprescindibles de cualquier visita panorámica a la joya del Renacimiento. Por ser un poco fanfarrones, podríamos decir que Florencia es como Salamanca, pero un poco más grande.

Con los últimos bocados a dos carrillos en una conocida hamburguesería de Via Cavour nos encaramamos, ya con el coche, al mirador donde la gente suele ir a follar con vistas en los suyos. Haced memoria y veréis que pasa en todos los miradores del mundo. Y es que no es para menos el espectáculo de la Passeggiata ai Colli:



La humedad del Arno empezó a convertirse en neblina gélida, la temperatura se precipitaba por un abismo... y nosotros nos desplazamos hasta la cercana Siena a cuyas puertas aparcamos llenos de bufandas, guantes y abrigos. Creo que nunca hemos visitado una ciudad con más frío. Suerte que es un casco histórico tan pequeño como encantador donde creo que la helada no nos dejó apreciar lo suficiente los escaparates con libros antiguos de anatomía,



la plaza del Campo donde cada verano se celebran al menos los dos campeonatos de Palio,



y su intrincada, oscura y enigmática red de callejuelas medievales ideales para rodar cualquier película de suspense o gore del duro.



Las fuerzas no nos dieron más que para llegar a la pequeña localidad, camino de la autopista de Roma, llamada Colonna di Grillo. En el cruce de entrada una cálida trattoria en un caserón solitario con aparcamiento iluminado y muy pocos coches...

– Nos haremos clientes suyos por la mañana. Ahora toca dormir.

Y así fue.





7. Colonna di Grillo (I) – Roma (I)

Amanece el día de San Valentín y dos cappuccini en la trattoria nos activan. Para mayor abundamiento, tienen unos baños grandes y limpios donde nos hacemos la toilette completamente. Y de tirón hacia la ciudad eterna, parando apenas a comer en una de las áreas de descanso de la autopista A1.

Cuando entramos en el GRA (Grande Raccordo Annulare, algo así como la M40, que allí es la A90) ya atardecía.

Entrando por el norte de la ciudad, nos detuvimos unos minutos a ver las famosas instalaciones del Foro Italico, algo así como lo que queda de los edificios que se construyeron desde los años treinta del siglo XX y que sirvieron en parte para la olimpíada de Roma de 1960. Nos asomamos, por ejemplo, frente al puente Duca d'Aosta sobre el Tíber, a la grandiosa piscina cubierta donde una mitad se estaba usando para un partido de waterpolo y la otra para natación libre:



Muy cerca de allí está el sitio escogido para aparcar: el Albergue de Juventud. Las razones: primero porque no está muy lejos del centro en bici; segundo porque hay mucha vigilancia (hay una instalación del Ministerio de Justicia enfrente, en el antiguo Scherma, y tienen cámaras por todas partes); tercero porque pasa bastante gente mochilera etc y nunca está apartado; y cuarto porque siempre hay sitio libre.



Coordenadas Google maps de este lugar

Pues eso: allí dejamos al 21 con toda tranquilidad. Entramos a ver cómo eran las duchas del Albergue por si en otro momento nos apetecía usarlas. No nos dijeron nada. Allí hay gente de todo el mundo entrando y saliendo. Es como una torre de Babel.

Pusimos lo más imprescindible en el macuto y a pedalear hacia la plaza del Popolo primero y a la plaza de España después.

Zigzagueamos las ruedas entre tiendas para gente fina,



castañerías ambulantes,



y hasta con la mismísima Guardia Civil. Sí, sí: habéis oído bien, no nos los quitamos de encima ni en Italia ;D. Aquí en la mismísima plaza de España



mezclado entre la gente, como un turista más, vemos de repente a un tío con uniforme de guardia segundo como paseando... ¡ en Roma !

– Mira: ¿eso no es un guardia civil?

– Sí... parece.

– ¿En Roma? ¿De uniforme?


Ni corto ni perezoso me decido. No me dan ninguna vergüenza estas cosas...

– Oiga, perdone, ¿es Vd guardia civil?

– Sí.

– Y... ¿está Vd de turismo con el uniforme?

– No: es que estamos de servicio, esperando una visita.


Como no salgo de mi asombro... una visita, de servicio... y al tío se le ven enrollao, lo sigo bombardeando a preguntas. Y ya todo se aclara:

– Es que ésa– señala con el dedo –es la Embajada de España ante la Santa Sede.



– Ah, claro... ¡por eso se llama Piazza di Spagna!

De cotilleo en cotilleo, pasamos por la puerta del hotel D'Inghliterra donde el Conde Lecquio y la Mar Flores le pusieron los cuernos al empresario Fernando Fernández Tapias, fotos que luego aparecieron publicadas tres años despues, en 1999, en la revista Interviú.



Lo siguiente fue un poco de diversión nocturna a pesar del frío por la zona de Stazione Termini, y luego las bicis rodaron por la presidencia de la República en plaza del Quirinal.



en cuanto arreglamos un agujero en la mía con ese milagro de reparapinchazos en spray que venden por unos 3 € en los Decathlon y tiendas de recambios ciclistas. Solemos llevar uno por si acaso siempre.



De esa colina bajamos a la Fontana di Trevi, siempre, aunque sea tarde, abarrotada de gente,



y después a la cúpula de hormigón más antigua de la arquitectura de todos los tiempos que aún está en pie: el Panteón.



Muy cerca, junto al templo de Adriano de plaza di Pietra, esta bonita tienda de juguetes artesanales de madera



nos aproxima a la plaza Navona. El hambre aprieta. Así es que, tras comprobar en la fuente de los cuatro ríos



que cuando la esculpió Bernini todavía no se conocía en dónde nacía el Nilo y que, por tanto, está representado con los ojos vendados,



nos metemos en una de esas pizzerías pequeñísimas, a pie de calle (en via T. Millina) donde humeaban ricas porciones cuyo sabor nunca olvidaremos.

El día se va acabando. Por nuestros labios siguen desfilando crêpes y helados, y por nuestros ojos las alcantarillas que todavía conservan las cuatro siglas de la Roma del siglo I, SPQR (El Senado y el Pueblo Romano),



el castillo del Santo Ángel, baluarte ya vaticano,



y desde luego, la plaza de San Pedro, que duerme a esa hora. Los curas siempre se han acostado prontito. Por ella pasamos después de volver al coche a subir las bicis.



Unas panorámicas por el Anfiteatro Flavio



y un buen paseo todo lo largo que es el circo máximo, para medir con nuestros pasos todo lo que recorrían las cuádrigas, acabaron con nuestras fuerzas.

En Roma tuve una sensación muy especial. A ver cómo lo explico: cuando durante muchos años has estado estudiando al detalle, barrio por barrio, edificio por edificio, cómo era la capital de Occidente, su historia, sus transformaciones, sus ampliaciones y tragedias... al llegar allí y pisar ese suelo, te sientes como en un déjà vú, como si ya supieras lo que va a aparecer a la vuelta de cada esquina.

Tú ya lo sabes. Aunque jamás hayas estado. Todo te sorprende, pero no te sorprende igual. Todo lo miras con ojos críticos: esto parece más pequeño, esto estaba así antes y luego le hicieron lo otro... Y cuando te marchas, parece como si hubieses vivido toda la vida allí. Es lo que tiene ser filólogo clásico en Roma.

Encontramos muy cerca de los jardines de las Termas de Caracalla este rincón furgoperfecto de noche y allí nos acostamos.







8. Roma (I) – Valmontone (I)

El ir y venir de gente, los gritos de consignas, las banderas con el arco iris ondeando... fue lo primero que vimos mientras nos aseábamos en nuestro discreto rincón.



No se trataba de ninguna manifestación del gay pride sino, casualmente, la primera gran manifestación europea en contra de la anunciada invasión de Irak que un mes después (el 20 de marzo) protagonizó una coalición internacional en la que Italia y España también metieron baza.

A ella nos sumamos, en un ambiente festivo, a lomos de las bicis. En el Foro Romano, verdadero centro histórico de la Urbe por antonomasia, como suele suceder a diario, cientos de gatitos son alimentados por ancianas quizá con carencias afectivas y oportunos turistas hartos de las mortadelas de sus bocatas de hotel.



Junto a la inquietante silueta del templo de los hermanos Castor y Pollux,



encontramos no sin esfuerzo el ombligo del imperio:



o sea, el punto central de Roma desde el cual empezaba la numeración de todas las calzadas radiales que partían hacia las lejanas provincias. Algo así como el kilómetro cero de la Puerta del Sol de Madrid,



donde comienza la de las españolas.

Por la avenida de los Foros Imperiales empezamos a serpentear el centro: el Vittoriano, Il Gesù, más pizzas a salto de mata... y una rápida subida a la cúpula de San Pedro, desde donde puede verse la basílica con otra óptica



y la ciudad en panorámica.



Pero hay que pagar el precio de subir escaleras con el cuerpo torcido...



y largas colas para el ascensor y los curiosos controles de seguridad de una inquietante institución salpicada en medio mundo con escándalos por tocamientos y violaciones a niños que, sin embargo, no tolera que la gente enseñe los hombros ni las rodillas en sus locales.



En el suelo de la basílica, unas incrustaciones metálicas comparan las longitudes de los templos más grades de la cristiandad con la de San Pedro, y queda demostrado que ellos la tienen más larga ;D. Os paso la de Sevilla, por ejemplo, que con 132 metros se queda la tercera frente a los 186 del Vaticano.





Más atracón de piedras por los templos de Vesta, la Fortuna Viril, los arcos de Jano y de los Argentarii, cuna del prestamismo bancario... y un reponer fuerzas visitando de nuevo la despensa donde teníamos aparcado el coche: Todo en orden por allí.

Nos volvimos a alejar hacia otras zonas para ver San Pietro in Montorio y conocer la macroestación ferroviaria Termini. Por los lugares divertidos de ese barrio aprovechamos muy bien el tiempo antes de surcar los jardines de Villa Borghese, el pulmón verde de la ciudad, a cuyas puertas vimos en directo un accidente de automóvil.

Luego un poco de glamour recorriendo la felliniana Via Véneto y su verdadera dolce vita nos devolvió de nuevo hasta la plaza Numa Pompilio donde teníamos el campo-base.

Para salir de Roma elegimos el antiguo recorrido de dos calzadas de renombre: la Via Latina primero, donde visitamos en el número 22 la Curia Generalizia Marianisti, y la Via Appia después, donde nos dimos el gustazo de conducir un automóvil del siglo XX por un empedrado hecho 2315 años antes !.



Estaba prohibido, pero fue un pecado venial. Nadie nos vio gozar de este pequeño placer para los que sabemos que la summa crusta de la calzada es capaz de aguantar eso y mucho más.

De hecho, durante unas obras sucedidas en Salamanca en el puente Enrique Estevan, se desvió todo el tráfico de gran tonelaje ¡ por el puente romano ! y no pasó nada.

Tras ver los famosos mausoleos que jalonan la Via Appia, la autopista A1 nos acercó hasta Valmontone. Allí nos salimos a la carretera paralela SS6 y encontramos un agradable llano debajo del viaducto del ferrocarril, cerca de unos chalés aislados.





9. Valmontone (I) – Pompeya (I)

Nunca podríamos perdonarnos habernos desviado un poco hacia la península itálica y no haber hecho una visita, aunque fuera fugaz, al Sur.

El Sur no es Italia: es otro país. En clase de geografía e historia nos engañaron. O, si queréis, lo podemos plantear al revés: El Norte no es Italia. La verdadera está de Roma para abajo. Uno se da cuenta por algunos detalles:

– Pararse en los semáforos en rojo es opcional. En serio: completamente opcional. Si es de noche, es una temeridad que el extranjero permanezca parado en ellos. Puede ser embestido y, encima, tachado de gilipollas.

– Un policía puede indicarte cómo ir a una calle pidiéndote que entres primero por una en dirección prohibida

– En lugar de líneas continuas en el suelo, hay bordillos sobreelevados, para hacerse respetar

– Si pides ticket o factura en algún sitio te miran con una mezcla de sorpresa y desprecio, como si fueras inspector del fisco

– Muchos jóvenes están sin hacer nada a cualquier hora apoyados en grupo en cualquier sitio

– La comida está más rica que en el Norte y la mitad de barata

– En materia de tradiciones, moral y sexo, pese a lo que parece en la televisión, están todavía más reprimidos, si cabe, que el resto de presuntos compatriotas

– Mandan las mujeres. Ser una mamma es el más alto escalafón de la sociedad. Su sola presencia acojona al capo más veterano

– Los baches de las calles y carreteras se representan con curvas de nivel en los mapas topográficos

– Las motos, llamadas motorini, van, preferentemente, por las aceras

– Las edificaciones son sucias y decadentes, al contrario que las personas, que están radiantes y alegres

El camino hacia ese Sur profundo, cinematográfico, donde el poder está estructurado de forma mafiosa, de forma paralela a una Administración existente pero casi inoperante, comienza nada más trasponer los umbrales de la región del Lazio.

En la misma panadería de Valmontone nos hacemos acopio de dulces y pan y almorzamos en el primer área de descanso, de las pocas que empiezan a aparecer ya. En la de Aquino, donde no nació Santo Tomás, aunque sí murió muy cerca, en Fossanova, un poco más adelante, nos tomamos el café antes de emprender la subida a la Abadía de Montecassino, de espléndidas vistas.



En esos muros, destruidos exactamente el 15 de febrero de 1944 en la última de las cuatro batallas libradas allí durante el asalto final de los aliados en la II Guerra Mundial, o sea, casual y justamente 49 años antes de la jornada de nuestra visita, fue donde San Benito fundó en pleno siglo VI una de las órdenes religiosas más célebres: los benedictinos, que tanto bien hicieron a la cultura occidental transmitiéndonos copias de los manuscritos clásicos en sus scriptoria. Bueno, creo que muchos habréis leído (o visto la película) El nombre de la Rosa.

Como ya es tarde por la tarde, la abadía está cerrada. Una ventisca gélida nos impide disfrutar del panorama como es debido. Tan cerca de la costa, su mirador está a 520 metros de altitud y el espectáculo es amplísimo. Así es que, nada, continuamos hacia Nápoles.

Se trata de la capital del Sur. Fijaos si les da todo igual que es la ciudad más grande del mundo situada más cerca de un volcán activo. Pero les da lo mismo. Como dice su refrán: la cercanía de la muerte exalta la vida.

Una erupción inesperada, sin un buen plan de evacuación, con salidas y accesos penosos (toda la bahía está rodeada de un circo montañoso) y en una hora o poco más les puede pasar lo que les pasó a los de Pompeya y Herculano el 24 de agosto del año 79. Sólo que éstos son dos millones de personas.

Cuando pagamos en el peaje de Nápoles el empleado, por supuesto, no nos da el recibo de la tarjeta (recordemos: esto es el Sur, como decía la Raffaela Carrà). Cuando se la reclamamos, el tío la saca de mala gana y dice claramente enfadado:

– La ricevuta, la ricevuta... ! (traducido con gestos y entonación: ¡para qué cojones querréis vosotros el ticket!)

Como el tráfico es caótico, al estilo de El Cairo, nos sustraemos un par de horas a sus efectos y nos subimos todo lo que podemos al monte Vesubio. Al padre Vesubio, que genera la belleza y la vida de la región, la fértil campiña y sus huertas, pero que también puede generar su definitiva caída.



Toda la carretera, desde apenas rebasar los últimos barrios de la ciudad, está trufada de coches con gente follando por los arcenes. Son los que no desaprovechan las tardes de domingo. La región está superpoblada y sitios así son los únicos donde poder encontrar algo de tranquilidad.

Por discreción no hicimos foto alguna, pero todos los coches, cientos y cientos de coches, a pesar de que estaban separados muchos metros entre sí y no había contraluz posible para deleite de mirones, todos tenían las ventanillas completamente forradas de camisetas y otros objetos para que nadie viera nada.



Kilómetros más arriba y muchos coches más... no se acababan. Parecía una romería organizada: Estábamos en el picadero de Nápoles. Cuando el hielo y la nieve no nos dejaron alcanzar ya la plataforma del observatorio sismográfico, aún había más coches posados en la nieve, algunos de ellos de tracción integral.

Al darnos la vuelta, un espectáculo de luces se abrió de repente: la Bahía de Nápoles estaba a nuestros pies.



La Costa del Sol de la Antigüedad, la Marbella romana, el clima eternamente primaveral que persiguieron aquellos patricios adinerados... Ahí estaba. Caótica y codiciada a la vez.

Al volver una hora después hacia la capital, pasamos como de paseo por Herculano y Portici, ciudades-dormitorio pero con aire rural y descuidado de barrio marginal.

No puede decirse que Nápoles sea un sitio bonito de ver. En realidad está hecho una porquería. Urbanismo cero. Funcionalidad cero. Aún así dimos largos paseos por el puerto y también por los alrededores del Museo Arqueológico, que por cierto cuenta con un interesante Gabinete Secreto con los objetos más picantones de nuestros ancestros.

Frente a él, esta bonita galería comercial, al estilo de la Victor Manuel II de Milán.



Al pasar por el puerto, bajo el Palacio Real, un montón de chavales de marcha se arremolinaban en torno a un puesto ambulante de salchichas grasientas llevado por una mamma vociferante. Por detrás sonaba el grupo electrógeno. Cuando nos tocó el turno de llenarnos de un riquísimo colesterol rebosante de mahonesas artificiales y guarniciones calentitas, dice la señora, llena de amor por nuestro país:

– Ah, bella la Spagna !

Y allí pegamos un rato la hebra con ella hablando de tópicos. La humedad se nos metía por los huesos mientras tanto...

Bueno. Pues no nos quedó más opción que acercarnos a Pompeya, muy cerca. En una calle con huertas, a unos doscientos metros de Porta Marina, la entrada principal de la excavación, allí nos acomodamos. Sin ruidos. Con mucha paz. Sin las hordas de autobuses turísticos que hay en verano. Esperando con ansias al día que llegaba. Íbamos a visitar la ciudad mejor conservada de toda la Antigüedad. La espesa capa de cenizas la dejó calcada casi intacta, con la vida palpitante en el mismo instante de su ruina.





10. Pompeya (I) – Termoli (I)

Antes de entrar en el recinto arqueológico nos pasamos por la oficina de correos de la estación de ferrocarril a mandar unas cuantas postales a los amigos.

Comprobamos con alegría que a los profesores y estudiantes nos hacen un importante descuento en las taquillas de entrada. El lugar es impresionante. Plano en mano fuimos edificio por edificio, incluído el puticlub con sus reservados, viendo los cuerpos de las personas tal y como quedaron en el momento de su muerte.



Visitamos las piscinas cubiertas (y descubiertas), las termas,



y los gimnasios, palestrae,



cruzamos por los pasos de cebra,



y nos introdujimos por alguno de los patios porticados de las casas privadas, peristilum.



Y muchas cosas más con las que no es necesario aburrir a quienes no sientan especial predilección por el mundo romano.

En los accesos al lugar, algunos campers comerciales hacen su agosto.



Nosotros, ya con bastante hambre, nos aprovisionamos allí muy cerca en el hipermercado San Genaro (es el santo que, según los lugareños, les protege del Vesubio y cuya sangre se licúa milagrosamente en su relicario catedralicio varias veces al año), y nos pusimos a comer mientras hacíamos una pequeña panorámica de la Costa Amalfitana.

Repostamos en Nocera y, después de perdernos por Avelino, localidad natal de una buena amiga, cenamos en otro área de sercivio. Finalmente, conseguimos alcanzar Foggia y después, ya casi noche cerrada, Termoli, en la cosa del Adriático.



Es febrero: la mar estaba embravecida, con oleaje colérico y mucho viento del noreste. Así es que nos posamos en el borde de la duna dando la espalda a tierra firme. La marea estaba bajando. Sentíamos en los cristales y en la chapa el azote de las turbulencias de arena... pero –craso error– sólo nos quedamos con el lado bucólico del fenómeno. Y nos dormimos a merced de los elementos.





11. Termoli (I) – Rimini (I)

Cuando por la mañana fui al motor a hacer el desayuno y a volver a unir las dos baterías (lo que se conoce como relé a manubrio ;D ), me encontré con el pastel: todo el motor estaba inundado de arena.

Sí, sí: había arena por todas partes. Incluso –no me digáis cómo– había entrado en el colector de admisión de la inyección.



Así es que lo primero, con un tiempo de perros, antes de arrancar, para evitar que ninguna partícula se adentrara en el circuito de alimentación, tuve que desmontar el filtro del aire, el colector y sus tubos y limpiarlos a conciencia de arena: una labor de chinos.

Después, sin que nos vieran, en un autolavado de Pescara, un poco más adelante, enjuagamos el motor entero con agua jabonosa. Cosa que en Italia, en aquella época, ya estaba prohibido. Fin del problema. Pero menudo susto.

En la misma autopista que nos llevaba hacia el norte por la costa del Adriático nos cogimos la Guía Roja de Italia, debida a Michelin, y nos detuvimos un buen rato en la meca del fervor del norte: el santuario de la Virgen de Loreto.



El que a la sazón iba a ser nuestro país visitado número XXI, la República de San Marino, nos aguardaba en lo alto, a pocos kilómetros de este desvío:





Se trata de un pequeño estado independiente, de un tamaño aproximado de dos tercios de la ciudad de Barcelona. Nosotros nos lo encontramos gélido, nevado, de aspecto medieval y desértico, pasado sólo día y medio del plenilunio. Como si hubiésemos retrocedido en el tiempo.







El frío húmedo del mar cercano se nos metía por debajo de la ropa de abrigo como sólo saben los que viven en invierno en la costa. Nada frena que te llegue hasta los huesos.

En el aparcamiento de la muralla cenamos casi en soledad; después volvimos a Italia a pasar el río Rubicón, en el sentido contrario a cómo lo hizo por esas fechas (el 10 de enero) Julio César tocandole los huevos al Senado Romano en el año 49 aC. El río era la frontera entre las Galias e Italia y atravesarlo era una declaración fáctica de hostilidad.

En aquella ocasión, después de que el general, más tarde dictador, pronunciara la célebre frase Alea iacta est (la suerte está echada), comenzaría la Segunda Guerra Civil de la república.

La nuestra estaba clara: tocaba acostarse en una despejada área de servicio de la autopista A14. Y eso hicimos.





12. Rimini (I) – Padua (I)

Unos simpáticos, o quizá desvergonzados, niños que decían ser tanto rumanos como españoles :o , nos entretuvieron entre el desayuno y el aseo en el área de la autopista. Luego, la cercanía del lugar, nos animó a adentrarnos por la carretera estatal S9, que discurre por encima y al lado de la antigua calzada romana conocida como Via Aemilia, hasta la localidad de Imola.

Nosotros no entendemos mucho de Fórmula 1, ni somos aficionados, pero nos acercamos por curiosidad hasta el circuito Enzo e Dino Ferrari donde, por lo que parecía, se estaban desarrollando algunos entrenamientos. Allí, en la famosa curva de Tamburello, perdió la vida en 1994 el piloto Ayrton Senna un día después de que en otra, la Villeneuve, lo hiciera también Roland Ratzenberger.

Nos pareció verdaderamente ensordecedor desde la valla de la recta de salida cada paso de monoplazas, alguno de los cuales pudimos captar:



Éstos y otros accidentes y los problemas de asfalto e instalaciones determinaron que desde 1997 este circuito ya no se incluya en el calendario de competiciones.

Después de hacernos clientes de una lavandería (Bolonia está llena de estudiantes) en via Murri y comer muy cerca de allí, en la pizzería El Molino, donde el único camarero-propietario, un simpático gordito, se movía con asombrosa precisión haciendo su trabajo, como siguiendo una rutina establecida, impecable, metódica, pausada pero eficaz... no sé... era para verlo..., pues después de eso, nos aparcamos junto a uno de los hospitales y nos sumergimos en una ciudad gemela de Salamanca, aunque un poco mayor: manejable, bonita, con mucho ambiente, del que disfrutamos a tope, y llena de lugares interesantes como las famosas Torres Inclinadas, que el turismo de masas desconoce un poco.



En el McDonald's de su base malcenamos y con las bicis fuimos de punta a punta...



desde la plaza de Neptuno donde se muestran las fotos de los partisanos caídos durante la II Guerra Mundial



hasta esos escaparates donde ya se puede uno asomar al diseño italiano, marchamo del norte industrial y refinado.



A las diez y veinticinco de la mañana del 2 de agosto de 1980 el reloj de la estación de ferrocarril se quedó parado por una tremenda onda expansiva. Hoy ese mismo reloj está allí para recordarle al mundo que dejar una maleta abandonada llena de trinitrotolueno en la sala de espera no es el camino para resolver ningún problema político.





La pared rota de la estación sigue siendo la misma, el suelo sigue siendo el mismo. Uno de esos 85 nombres (hubo también 200 heridos) es el de una amiga de mi hermano mayor que, casualmente, se encontraba de paso ese día en ese lugar. Nunca volverían a verse.

Con un silencio respetuoso salimos de aquel lugar.

Visitamos también la feria de muestras y finalmente el edificio central de la Universidad decana de Occidente. La más antigua (1088). Luego vendrían primero la Sorbona de París, los Estudios de Palencia que originaron la de Salamanca y la de Oxford.



Camino de Padua, en un área de la A13 dotada de WC, nos acostamos.





13. Padua (I) – Venecia (I)

Hoy también es plato fuerte. Así es que nos llenamos de energías, incluso para el motor del Renault 21, en el área, donde nos aseamos y desayunamos fuerte. En la siguiente revisamos las presiones de las ruedas de las bicis que van a hacer igualmente horas extra.

En el precioso centro monumental de Padua,



donde casualmente era día de mercadillo,



nos vemos en un rato largo la basílica de San Antonio (allí agradecen al santo los favores recibidos como haber salido indemnes de un accidente de tráfico o haber encontrado novio...),



le cogemos una botellita de licor de grappa a un amigo (esos encargos que siempre te hacen...), pagamos una compra considerable en el supermercado Spar muy cerca de la catedral y, en la salida, pasamos al Decathlon a reponer sprays antipinchazos y hacernos con unos guantes finos de ciclismo.

Como hay atasco de los gordos en la ruta hacia Venecia, nos damos la vuelta a tiempo y seguimos gozando de la ciudad un par de horas más. Al final, tomamos definitvamente rumbo a Mestre y Porto Marghera donde aparcamos casi en soledad junto a la Refinería en un sucio polígono industrial muy poco de fiar... si no hubiera sido porque vimos a un coche de vigilante privado haciendo su ronda. Se paró a unos cien metros, como desconfiando de si éramos precísamente nosotros los que estábamos merodeando por los otros vehículos estacionados.

Como la mejor defensa es un buen ataque, me encaminé hacia él y con una sonrisa le pregunté si era un lugar seguro para aparcar unas tres o cuatro horas por la noche.

Si es durante ese tiempo, no os preocupéis, que yo estaré por aquí– dijo con un guiño en un cantarín italiano norteño.

Meterse en un parking de Venecia una noche sale como pegarse una buena comilona aquí en un restaurante. Así es que bajamos las bicis y recorrimos estoicamente, con dos cojones, los cinco kilómetros





del puente de La Libertad, por su acera lateral, a –3ºC y una humedad del 95% hasta que pudimos apoyarlas en la señal de principio de travesía.



En el piazzale Roma, que es la gran rotonda de entrada a la Serenissima, esperamos unos instantes y tomamos el primer vaporetto, no sin soportar un poco de discusión con el chófer porque decía que eso de llevar bicis no lo veía claro. Que si pasaba algo, él no se hacía responsable. Agradecimos que no fuera verano, lleno de hordas de turistas abarrotando todos los asientos. En ese caso seguro que no hubieran dudado ni un momento en no dejarnos montar.

Recorrimos de cabo a rabo el Canal Grande y todos sus encantos



hasta que nos detuvimos en la parada de la plaza de San Marcos, por donde apenas pasaban dos o tres personas. Los que ya conocéis Venecia, casi no lo podréis creer. Pero así era: estábamos solos. Es lo que tiene hacer visitas a las cuatro de la mañana en invierno. Por ahí andamos uno de los dos bebiendo en una terraza en completa paz, con las ruedas desperdigadas...



Los cercanos carnavales empezaban a vislumbrarse por los escaparates de las callejuelas,



a cada recodo se respira la decadencia de una ciudad que se hunde sin remedio, un escenario de tramoyas sin sentido, un carnaval de sí misma sin vida propia,



a pesar de los esfuerzos por recuperarla, como estas obras que impedían ver el teatro de La Fenice, en remodelación tras el pavoroso incendio sucedido intencionadamente el 29 de enero de 1996,



o el dragado periódico de los canales para, eliminada el agua, limpiar los fondos.



Cuando salíamos de la calle donde estaban esos andamiajes, circulando a cierta velocidad, un grupo de tres japonesas que salían apresuarada e insesperadamente por la puerta de una casa, se dio uno de los sustos más gordos de sus vidas al toparse con lo que menos se puede uno esperar en una calle de Venecia... Bueno, les pedimos perdón... cuando terminaron de gritar...

Poco a poco deshicimos en bici lo que el vaporetto nos había alejado, pero regresando por barrios distintos, montándonos gratis en las góndolas (sabéis que un paseo vale más de cien euros) y haciendo, digamos, cosas diferentes, alternativas... sin rayar en la gamberrada.

Cuando llegamos al coche, allí estaba todo como lo habíamos dejado, pero la luz del alba nos aconsejó retirarnos en un área de la autopista A4 camino de la antigua Yugoslavia.





14. Venecia (I) – Skrad (HR)

En las gasolineras anteriores a Trieste, por la carretera estatal S14 vamos sucesivamente desayunando y pasándonos por agua como podemos y nos hacemos con mapas de Eslovenia y Croacia.

Los miradores orientados al Sur sobre el mar Adriático son muy bellos. La Guardia di Finanza, o sea, los polis de aduanas, andan parando furgonetas por los arcenes. Pero no caemos en ningún control. De una en otra casilla, acabamos paseando por los bonitos canales y el importante puerto de la ciudad, con abundante población eslovena y croata, a pesar de pertenecer actualmente a Italia.



En poco rato nos acercamos a la frontera de Eslovenia, el estado de la ex-Yugoslavia que cultural y morfológicamente más se parece al norte de Italia. Es un país alpino. Sus guardias fronterizos son amables, no preguntan nada más allá de si vamos de turismo y tal... Nos entendemos brevemente en italiano.

Preparamos nuestros tólares [sic] eslovenos (SIT) comprados en la caja de ahorros del barrio y empezamos a costear, a ir por la costa, empezando a descubrir lugares paradisiacos como esta playa de Izola donde comimos.

Su foto la reutilizamos años después para hacerle el tapiz de fondo de la invitación de boda a un cuñado. En plan cursi, como casi todos esos tarjetones...



Tras muy breves kilómetros aparece de nuevo otra frontera: la de Croacia. Los aduaneros algo menos simpáticos, pero correctos. No entendemos un pijo lo que nos dicen (no dimos serbocroata en la EGB), pero se ve que son las típicas preguntas de si llevamos algo raro y a qué venimos. Un poco de inglés estándar al dar el pasaporte y listo: Vía libre.

Ahora kunas croatas (HRK)... vamos preparándonos para el siguiente lío monetario... Mientras cae la tarde y luego la noche en el avance hacia el sur por la península de Istria, nos adentramos en pueblos pequeños, por ejemplo, en Vodnjan, cuyo campanario, sin nada de Photoshop, era exactamente así de polícromo:



Y luego más civilización romana: el hermoso anfiteatro de Pula (visto desde dentro) y sus callejuelas mediterráneas llenas de vida a pesar de la hora.



Retrocedimos un poco por la carretera E751 hacia el norte con el fin de tomar la vía rápida 3 que comunica mucho mejor con la capital que si se circula por las interminables curvas de las costas. Como es una infraestructura grande, en uno de los enlaces, junto a Pazin, extendimos el campamento para cenar.

Como habíamos instalado en la parte trasera inferior del cofre una luminaria orientable empotrada, aunque el sitio fuera oscuro, disponíamos siempre en el mantel que poníamos sobre la tapa del maletero de una mesa bien alumbrada en cualquier punto, como los bajos de un puente de esa vía rápida, al abrigo de la helada.



En la localidad ribereña de Rijeka debían de ser fiestas o algo así, porque no era normal que un viernes corrientito de invierno hubiera tanta marcha por las calles. Era impresionante.

Entramos por el lado de la estación de ferrocarril, recorrimos panorámicamente la ciudad





y salimos por el extremo contrario, donde nos esperaba una buena nevada al subir el puerto de Skrad. En un ensanchamiento que habían hecho las quitanieves (así era el lugar a la mañana siguiente)



dijimos adiós al día que terminaba.





15. Skrad (HR) – Trieste (I)

Tras asearnos en la gasolinera del puerto, donde repostamos y pagamos con tarjeta haciendo una de aquellas boletas antiguas pasadas a mano con bacaladera de plástico (bueno, aquí en España algunos todavía la usan), nos vamos acercando a Zagreb. Es el momento en que vemos la famosa señal:



Un poco antes del acceso a la zona metropolitana, en otra gasolinera compramos el mapa grande detallado de la capital y nos adentramos en la maraña de barrios. Uno conduce y otro va mirando las calles y sentidos de circulación... lo típico que vemos por aquí a los coches guiris... hasta que, por no mirar un espejo de éstos,



pudo haber sido ésta la portada de la prensa nacional del día siguiente:



Increíble la que pudimos armar, colegas. Al salir de la calle Baruna Trenka al paseo Strossmayerov trg nos vino por la izquierda. Un fuerte ruido de campanas me hizo clavar el coche en un cruce y la topera primero y el tren completo nos pasó a dos centímetros del morro. A punto estuvimos de cagarla del todo. Perdimos el color de la cara en el acto. Desde entonces celebramos nuestro cumpleaños el 22 de febrero: Volvimos a nacer.

Unos metros más adelante, en la calle Pavla Hatza, aparcamos en un hueco de los pocos que había, regulado por parquímetros bastante baratitos.

¿Alguno de vosotros deduciría, allí al lado, al ver GLAVNI KOLODVOR, sin fijarse en que pasan trenes, que aquí pone Estación Central? El croata es un idioma endiablado de aprender para un español.



En sus andenes se publicitaba la Coca-Cola local:



A una cuadra de distancia estaba la oficina principal de correos y, como pudimos, pedimos unas postales y unos sellos para mandar a nuestros amigos a un país llamado Španjolska. ¡ Es la manera más divertida de llamar a esto que hemos oído nunca ! Zagreb es una estupenda capital. No es muy grande, pero es bonita, cuidada y con cierto cosmopolitismo, no sólo por la calidad de sus escaparates,



sino también por interesantes edificios públicos, como este Pabellón de Arte, que fue uno de los primeros de Europa (1898) construídos con piezas prefabricadas (estuvo su estructura dos años antes en la Expo de Budapest),



o su barrio financiero.



En el tramo medio del lado oeste del paseo Nikole Šubica Zrinjskoga (los nombres de las calles son para hacerse un master...), en una pequeña pastelería llevada por dos chicas tan simpáticas como ininteligibles, encontramos el dulce más maravilloso que en cuarenta años me he metido en la boca: una especie de mezcla entre strudel y milhoja con varias capas alternas de hojaldre, pudding de manzana, queso, cereza y crema pastelera. Una pasada-pasada.

No le hicimos foto. Una pena. Pero era algo parecido a esto:



Nunca sabremos ni cómo se llama ni siquiera si es propiamente típico de allí. Pero vamos, volveríamos sólo por probarlo de nuevo.

Creo que sabría llegar hasta esa tienda...

Nos pedaleamos una buena parte de los monumentos y calles interesantes de la ciudad vieja, que está en la zona alta,



y comprobamos que, como en la catedral se pasa un frío negro, los curas tratan de minimizar con inventos el sufrimiento de la parroquia.



Muy cerca del gobierno y de la iglesia de San Marcos, en la calle Cirilometodska (dedicada a los monjes que introdujeron en el Este el alfabeto que lleva su nombre),



nos metimos en una tienda de ultramarinos de las de toda la vida (aquí las llamamos pan y leche) y, no nos digáis cómo, pero salimos de allí pagando la cuenta correctamente y con pan, fiambres, fruta y yogures sin saber nada de croata. En plan mochilero.

Probamos suerte en otra pastelería escogiendo algo parecido a ese cielo en la tierra que habíamos degustado antes. Pero no estaba ni parecido. No se puede tener tanta suerte dos veces seguidas.

Luego, como el Renault 21 ya había cumplido sus 4000 km desde el último cambio, en un tranquilo polígono industrial (ya era sábado por la tarde) le renovamos su 20W50 mineral. Y quedaba de nuevo en orden de marcha para otro período.

Período que abría el triste estadio del regreso a casa. Habíamos llegado al punto de inflexión del viaje.

Zagreb está sorprendentemente cerca de la frontera eslovenocroata. De modo que en pocos minutos alcanzamos el paso y compramos algunos tólares en la oficina de cambios con una comisión que no me pareció demasiado alta. Sin problemas con los polis, avanzamos por una estupenda autopista hacia la capital, Ljubljana.



Cuando llegamos, tras aprovisionarnos, en un área de servicio llena de autobuses bosnios, de mapas y galguerías dulces, nos costó un poco aparcar porque estaban también estacionadas bastantes toneladas de nieve dura de lo caído en días anteriores.



Aun así, las irresistibles buenas pizzerías callejeras (ya tan cerquita de Italia vuelven a resurgir) y unos pasteles llamados busna (o algo así) nos dieron de cenar en un sábado con bastante marchilla por las calles. Que son preciosas. Parece Suiza.







En el último área de la autopista A1, antes de abandonar el país, gastamos todas las divisas en repostar. Luego, cerca nuevamente de Trieste, en otra, nos quedamos dormidos.





16. Trieste (I) – Verona (I)

Comienza un día de transición y muchos kilómetros. Nos desperezamos y aseamos en el área de Trieste, repostamos en otra que no era de esas amarillas de Agip (las más caras casi siempre en cualquier país) y, ya con el hambre a flor de piel, comemos a continuación del peaje de Vicenza.

Allí dimos unas visitas panorámicas de la ciudad y una paradita para ver las famosas villas del arquitecto Palladio, como la Rotonda.



Y de allí, rápidamente, hacia Verona, en una tranquila calle de la cual, junto a la Porta Vescova de la muralla, nos aparcamos para lanzarnos a los placeres más urbanos de esta interesante localidad, abierta, cosmopolita, plenamente centroeuropea, a lomos de las bicis.



Primero la casa de Julieta, en el 23 de la calle Cappello, donde Shakespeare situó la acción de la historia de amor más recordada de la literatura de todos los tiempos,



y donde cientos de enamorados pegan cada día chicles sobre los que, a Tipp-ex, inmortalizan sus nombres y fechas señaladas.

Guarrada que atrae exponencialmente a nuevos pegotes en estratos superiores.



La ciudad es una maravilla para quienes deseen ver obras cumbres del románico lombardo, como San Zenón



o joyas de dos mil años como el antiteatro romano, la Arena,



a cuya vera, un impoluto fast-food de Autogrill no nos dio muy mal de cenar a esas horas.

Románticos puentes y preciosas vistas salpican el emplazamiento de la ciudad sobre un meandro del Adigio. Eso sí: con un frío que no era ninguna broma.



Lo último del día fue cambiar el Renault 21 de sitio y colocarlo exactamente a la puerta de la lavandería de via 20 Settembre. La mejor manera de aparcar a la puerta de algo en horario comercial es hacerlo cuando las plazas todavía están vacías y no hay que pagar parquímetros. Ventajas de los campers...

Un silencio, fomentado por los tapones de espuma de poliuretano en nuestros oídos, nos transportó al mundo de los sueños.





17. Verona (I) – Cannes (F)

Otra paliza a hacer kilómetros (los días se nos acaban) nos toca hoy también. No sin antes bajar a lavar la ropa a 1.50 m de la puerta del coche. La lavandería de monedas fue rápida, eficaz y barata. Y además no tuvimos que pagar el aparcamiento porque por allí no patrullaba vigilante alguno tan temprano. En eso, Italia se parece bastante a muchas zonas de España: pasamos de todo.

El primer oasis de belleza del día lo vivimos en el bonito y alpino lago de Garda. En su ribera Sur, una estrecho istmo



se adentra en las aguas para terminar en una península sobre la que se asienta la plaza amurallada de Sirmione. De fábula. Un lugar donde, por ejemplo, es obligatorio parar los motores de los automóviles en los semáforos en rojo.



Hay tanta paz, que los pajarillos se suben a nuestra mesa de la terraza a comerse lo que se cae de los pasteles del café...



– Il conto, per piacere– nos dirijimos al simpático camarero, antes de continuar pedaleando de vuelta hacia el coche.

Que nos acercó hasta el sitio donde tuvo lugar el 24 de junio de 1859 la batalla de Solferino (los sardofranceses al mando de Napoleón III ganaron a los austriacos de Francisco José I). La gracia de este sitio consiste en que la carnicería fue tan abultada (murieron más de 6000 personas y resultaron heridas casi 24000) que en el punto exacto donde está este monolito



y con el fin de que a partir de entonces existiera un organismo dedicado a paliar el sufrimiento de los heridos de guerra, a Henri Dunant, luego premio Nobel de la paz, se le ocurrió la idea de crear la Cruz Roja Internacional, que tanto bien ha hecho a la humanidad hasta ahora.

Un poco más de avance, sin parar en Brescia, nos acerca a comer a Cremona, y a ver su torrazzo, que es el campanario más alto de toda Italia.



Ciudad provinciana, estudiantil y, sobre todo, meca de los constructores de instrumentos de cuerda, los luthiers. Aquí estuvieron los talleres de Stradivarius, Amati o de Guarneri. Y desde luego, hay por todas partes tiendas de violines, violas, violoncelos, contrabajos...



Un profe del colegio donde estudié me enseñó siendo chaval varias veces un ejemplar de violín con el marchamo de Amati. No estaba afinado y ninguno de los dos sabíamos tocar, pero era una joya de museo. Al ver los precios que tienen en Cremona, volví a valorar lo que tuve entre mis manos.

Aprovechamos para hacer la compra grande de hiper y nos seguimos acercando a casa por Piacenza, plagada de nieblas en invierno, y la circunvalación de Génova, sin entrar en la ciudad.

Tras cenar en un área de la autopista dei Fiori y repostar en la frontera de Ventimiglia, nos acostamos en una de descanso en forma de mirador, a la altura de Cannes, ya en Francia.





18. Cannes (F) – Pas de Oullier (F)

Dada a nuestros cuerpos una presencia digna en los bien dotados aseos del área (en inverno da gusto, porque están más limpios, sin tanta operación salida), nos aparcamos en el paseo marítimo de Cannes, justo donde se acaba la zona azul, que para eso llevamos bicis: Otra ventaja.

Allí estaba el Palacio del Festival Internacional de Cine, no sabemos por qué rodeado de vallas.



En el paseo por el centro vimos una desagradable escena sanitaria con un anciano infartado con el rostro amoratado yaciendo en la arena de un parque y una legión de servicios de emergencia maniobrándole con el desfibrilador que emitía instrucciones vocales para retirarse en cada descarga y haciéndole estremecer a latigazos eléctricos. Según se oía comentar en el corrillo de curiosos que se formó, parecía que se iba a recuperar.

¡Uf! es muy fuerte de ver para los que nos mareamos cuando nos hacen analíticas.

Comimos algo por allí, hicimos algunas compras estratégicas en la farmacia y alguna envidiosa vista panorámica de los pantalanes de recreo del Carlton Intercontinental... y reemprendimos la marcha por algunas de las localidades donde más pasta se gasta la jet del mundo: St Raphael, St Maxim y, desde luego, St Tropez.





Allí paseamos por el impresionante puerto de recreo, al estilo de Mónaco o Puerto Banús, el cementerio marítimo y las mansiones, muchas de ellas cerradas, que en verano acogen a la crème parisina.

Y nada más. Unas calorías con grasas trans en los aros, en la glorieta de salida a la autopista, y kilómetros hasta la tranquila zona de descanso de Pas de Oullier, a la altura de La Ciotat.





19. Pas de Oullier (F) – St Aunès (F)

Desayuno en la tranquiliad del gran pinar asomado sobre el golfo de León y un breve desplazamiento a la segunda ciudad de Francia, Marsella. Ciudad canalla y peligrosa donde las haya, portuaria, llena de paro y desigualdades, caótica, sucia, pero con una luz indescriptible, cien por cien Mediterráneo, vida, comida, juventud, clima templado, acogedora de mil procedencias. Es la Barcelona de Francia, si no comparamos sus urbanismos.



Porque el de Marsella es impactante, adocenado, suburbial, feo. En un barrio mediano de la parte alta (av Maréchal Foch) aparcamos y pusimos todas las medidas de seguridad posibles al coche.



Suavemente, casi sin dar pedales, fuimos entrando por la Canebière hasta un centro que nos ofreció muchas cosas agradables. Aunque la primera fue un susto al chocar por alcance un turismo con otro justo a nuestro lado.

Después de comer por allí y ver la catedral neorrománica,





en un animado café descubrimos que la camarera jovencita era de Valencia. Y nos aconsejó muy bien lo que tomar.

Lo último que tomamos al acabar de ver la ciudad fue un poco de gasolina (más económica que en la autopista) y por la siempre abarrotada A9, a pesar del tercer carril, alcanzamos casi las puertas de Montpellier a la altura del área de descanso de St Aunès, donde nos acostamos con demasiado ruido.





20. St Aunès (F) – St Julià de Lòria (AND)

La actividad frenética de la mañana nos despierta, nos aseamos en los servicios del área, damos un paseo tras desayunar (hay un bosquecillo contiguo) y, finalmente, seguimos camino hacia Béziers y Narbonne, la capital romana de la provincia Gallia Narbonensis y desde que conocemos el mundillo camper, capital también de la poderosa cadena de distribución de accesorios, Narbonne Accessoires.

Cerca de allí una intensa lluvia nos sorprende en la autopista justo cuando pasábamos a la altura de un área de servicio. Así es que aprovechamos la inclemencia para comer en un bufé bastante apetitoso, aunque no económico del todo. Que nos dio las fuerzas suficientes para parar a visitar el célebre Fort de Salses, con el cielo todavía amenazante.



El lugar, punto estratégico sobre la calzada romana Via Domitia, es un lugar emblemático de la catalanidad porque indica el punto más septentrional de los Països Catalans, como recuerda el dicho popular entre Salses y Guardamar, donde en el siglo XIII se encontraba la frontera entre Catalunya y Francia.

Sintiéndonos ya como en casa, disfrutamos a fondo de la oferta lúdica de Perpinyà, donde pasamos una buena tarde



que acabó con unas crêpes ricas-ricas muy cerca del Castellet, en este desenfadado local donde os recomendamos pedir la Supérieure y la Gargantúa.



Un poco después nos enfilamos hacia Andorra yendo por la carretera de Llívia, esa villa gerundense, completamente rodeada de territorio francés, que se salvó de ser francesa en el Tratado de los Pirineos por un error morfológico. Se acordó que ellos se anexionarían 33 pueblos de la comarca de la Cerdanya, pero Llívia no era pueblo sino villa, que no es lo mismo. Y quedó excluida del acuerdo y enclavada. Así es que, desde entonces, uno sale de España por Puigcerdà, pasa por Francia y vuelve a entrar en España.

Curiosidades que tiene la Historia.



Por cierto: no dejéis de visitar junto a la iglesia la farmacia más antigua de Europa. Está en Llívia. La visitamos en otro viaje, ya con la Marco Polo, y es muy curiosa.



Luego nos recibe una Andorra ya dormida, a las tres de la mañana. Hora ideal para ver muchas cosas bonitas sin agobios.

Nos acostamos finalmente en el aparcamiento del hipermercado-bazar Punt de Trobada, que todo el que visita el Principado ha visto seguramente, porque está en la misma carretera de España en Sant Julià de Lòria.





21. Sant Julià de Lòria (AND) – Martorell (E)

Lo malo de los días finales de un viaje largo es que las cosas que se hacen ya son muy convencionales, como las que puedes hacer cualquier fin de semana.

Nos aseamos en los baños del hipermercado y cumplimos el deseo de una amiga, cocinera, que nos había encargado comprarle una máquina de hacer pasta fresca manualmente. En Andorra, como casi todo es tan barato...

Además de Sant Julià, estuvimos en Escaldes y nos hicimos con unos sprays de autodefensa, que en ese país son completamente legales de cualquier marca (en España sólo algunas). Y también repostamos y dimos unos paseos por las riberas del Gran Valira



antes de vaciarle el coche al guardia civil de la frontera. Por suerte no vio los sprays, porque la simple tenencia nos hubiera supuesto una multa de 300 €: Es que luego comprobaríamos en una circular interna que la marca que habíamos adquirido no era de las permitidas en España por el Ministerio de Sanidad.





En La Seo d'Urgell vimos el avance de las obras del Parador Nacional y tras comer en el desfiladero del Segre (Garganta de Tresponts), nos tomamos el café en un bonito salón del de Cardona, allí en lo alto.

Tras otra parada en la C16 a la altura de Montserrat, estrenamos los túneles de Vallvidrera, por los que nunca habíamos pasado, y nos dedicamos en cuerpo y alma a todo lo bueno que da Barcelona hasta la hora de dormir, que fue bastante tarde en el área de descanso de la A7 (actual AP7) nada más pasar el peaje de Martorell.





22. Martorell (E) – Madrid (E)

Esto se va acabando, chicos.

Cuando ya estamos como dos pinceles, aseados y desayunados en el área de Martorell, pasan los hombrecillos verdes con cara de scanner en su bonito Patrol y no nos ven lo suficientemente guapos como para fiarse. Trago saliva: ahora nos encuentran los sprays... glups.

Se llevan los deneíes a la radio, repasan la filiación dictándole al compañero de informática los datos... y todo bien.

Ahí tienen– nos dicen devolviéndonos las papelas.

Esas comprobaciones que hacen Vds por radio... –les digo un poco por curiosidad felina, un poco por aprender ya que estamos, un poco por rellenar esos silencios tensos con interlocutores tan poco románticos– ¿son para comprobar si la gente tiene alguna anotación en el Registro de Penados y Rebeldes, verdad?

– ¿Es que tiene Vd alguna cosa pendiente con la Justicia?

Pues no: Es por curiosidad– miento, pensando en mis sprays ilegales.

Pues ahora me hace Vd dudar, hombre– se enfurruña un poco medio en broma– Deme, deme otra vez el DNI...

Y se fue otro ratito al coche a dictar todo de nuevo. Esta vez dando más detalles. Para qué abriría yo la boca...

–Todo correcto: código violeta– se oye al de la central.

Cuando nos devuelven todo definitivamente, como dice el refrán, de perdidos, al río... le pregunto que si la clasificación de la peligrosidad va por colores del arco iris, algo así como

Rojo: terrorista muy peligroso

Anaranjado: terrorista normalito, asesino en serie

Amarillo: asesino del montón

Verde: Butroneros y bandas del Este

Azul: Ladrones de bancos de pueblo

Añil: Carteristas y citados por el juzgado que no estaban en casa

Violeta: Ciudadano presuntamente inocente



y el tío pone cara de saberlo pero no quererlo decir. Eso es dar muchos datos.

– No, nada. Códigos internos. Pueden continuar.

Y hasta ahora seguimos con la duda. ¿Algún forero sabe qué quiere decir eso de código violeta? Yo empezaría a dormir más tranquilo si lo supiera.

En Cambrils, esa playa reconvertida en familiar desde los años sesenta,



nos damos un buen homenaje comiendo en Can Bosch. Viendo la flor que adornaba nuestra mesa



todavía nos relamemos recordando las huevas de bacalao, el huevo poché con trufa, la coca con vieira y calamares o el soufflé de avellana y el menjar blanc... uf, qué rico lo hacen todo.

De tirón, por Zaragoza, alcanzamos Madrid por la A2 y junto al árbol de la Casa de Campo, en el sector de la Puerta del Rey donde muchas otras veces hemos dormido, bajo la corteza que tiene trazados nuestros nombres... allí nos dormimos casi al amanecer.





23. Madrid (E) – Salamanca (E)

Y en el último día de viaje, pues lo típico: ganas de llegar.

Tras levantarnos bastante pasado el mediodía, dimos un buen recorrido por la Casa de Campo, que nos sentó de maravilla y cenamos en un sitio en el que ya hace años que somos clientes: la Taberna Marinera del centro comercial Planetocio, en Villalba de Guadarrama (Collado-Villalba). En aquel año, el negocio todavía tenía su nombre anterior porque pertenecía a la franquicia Arrocerías Mediterráneo.

Es que nosotros somos muy arroceros. Nos encantan.

Pasada también la medianoche, vistas una vez más las murallas de Ávila a lo lejos,



subimos el equipaje e hicimos las últimas anotaciones de bitácora para que, por ejemplo, hoy, años después, uno pueda seguir acordándose de todos los detalles.





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