13. Padua (I) – Venecia (I)

Hoy también es plato fuerte. Así es que nos llenamos de energías, incluso para el motor del Renault 21, en el área, donde nos aseamos y desayunamos fuerte. En la siguiente revisamos las presiones de las ruedas de las bicis que van a hacer igualmente horas extra.

En el precioso centro monumental de Padua,



donde casualmente era día de mercadillo,



nos vemos en un rato largo la basílica de San Antonio (allí agradecen al santo los favores recibidos como haber salido indemnes de un accidente de tráfico o haber encontrado novio...),



le cogemos una botellita de licor de grappa a un amigo (esos encargos que siempre te hacen...), pagamos una compra considerable en el supermercado Spar muy cerca de la catedral y, en la salida, pasamos al Decathlon a reponer sprays antipinchazos y hacernos con unos guantes finos de ciclismo.

Como hay atasco de los gordos en la ruta hacia Venecia, nos damos la vuelta a tiempo y seguimos gozando de la ciudad un par de horas más. Al final, tomamos definitvamente rumbo a Mestre y Porto Marghera donde aparcamos casi en soledad junto a la Refinería en un sucio polígono industrial muy poco de fiar... si no hubiera sido porque vimos a un coche de vigilante privado haciendo su ronda. Se paró a unos cien metros, como desconfiando de si éramos precísamente nosotros los que estábamos merodeando por los otros vehículos estacionados.

Como la mejor defensa es un buen ataque, me encaminé hacia él y con una sonrisa le pregunté si era un lugar seguro para aparcar unas tres o cuatro horas por la noche.

Si es durante ese tiempo, no os preocupéis, que yo estaré por aquí– dijo con un guiño en un cantarín italiano norteño.

Meterse en un parking de Venecia una noche sale como pegarse una buena comilona aquí en un restaurante. Así es que bajamos las bicis y recorrimos estoicamente, con dos cojones, los cinco kilómetros





del puente de La Libertad, por su acera lateral, a –3ºC y una humedad del 95% hasta que pudimos apoyarlas en la señal de principio de travesía.



En el piazzale Roma, que es la gran rotonda de entrada a la Serenissima, esperamos unos instantes y tomamos el primer vaporetto, no sin soportar un poco de discusión con el chófer porque decía que eso de llevar bicis no lo veía claro. Que si pasaba algo, él no se hacía responsable. Agradecimos que no fuera verano, lleno de hordas de turistas abarrotando todos los asientos. En ese caso seguro que no hubieran dudado ni un momento en no dejarnos montar.

Recorrimos de cabo a rabo el Canal Grande y todos sus encantos



hasta que nos detuvimos en la parada de la plaza de San Marcos, por donde apenas pasaban dos o tres personas. Los que ya conocéis Venecia, casi no lo podréis creer. Pero así era: estábamos solos. Es lo que tiene hacer visitas a las cuatro de la mañana en invierno. Por ahí andamos uno de los dos bebiendo en una terraza en completa paz, con las ruedas desperdigadas...



Los cercanos carnavales empezaban a vislumbrarse por los escaparates de las callejuelas,



a cada recodo se respira la decadencia de una ciudad que se hunde sin remedio, un escenario de tramoyas sin sentido, un carnaval de sí misma sin vida propia,



a pesar de los esfuerzos por recuperarla, como estas obras que impedían ver el teatro de La Fenice, en remodelación tras el pavoroso incendio sucedido intencionadamente el 29 de enero de 1996,



o el dragado periódico de los canales para, eliminada el agua, limpiar los fondos.



Cuando salíamos de la calle donde estaban esos andamiajes, circulando a cierta velocidad, un grupo de tres japonesas que salían apresuarada e insesperadamente por la puerta de una casa, se dio uno de los sustos más gordos de sus vidas al toparse con lo que menos se puede uno esperar en una calle de Venecia... Bueno, les pedimos perdón... cuando terminaron de gritar...

Poco a poco deshicimos en bici lo que el vaporetto nos había alejado, pero regresando por barrios distintos, montándonos gratis en las góndolas (sabéis que un paseo vale más de cien euros) y haciendo, digamos, cosas diferentes, alternativas... sin rayar en la gamberrada.

Cuando llegamos al coche, allí estaba todo como lo habíamos dejado, pero la luz del alba nos aconsejó retirarnos en un área de la autopista A4 camino de la antigua Yugoslavia.



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