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Este área estaba unos cincuenta kilómetros antes de la ciudad, de modo que cuando llegamos al furgoperfecto parque Procé, a la altura del viaducto de la calle Bouchaud,



toda la parte del menú que debía ir caliente o cocinada ya estaba más que lista en el horno automático que tenemos alojado sobre los limpios colectores de escape del motor. Los podéis ver en el capítulo 14º de este brico.



Unas mesas de madera junto al arroyo Chézine, frondosa vegetación y el mantel con todo servido fueron el detonante para que el olfato del perrito pijo de una señora mayor se decantara por los aromas de la fabada de bote.



El can era simpático, pero su dueña parecía un poco suelta de cascos y, sentada a nuestro lado, le echó una reprimenda monologada por venir a molestar. Y vosotros diréis: ¿qué hay de extraño en decirle al perrito: Toby, no hagas eso ? Lo impactante es que le soltó casi un mitin de Fidel, razonándole los argumentos. En las pupilas del caniche se reflejaba la mirada perdida de la pobre señora.

Llevamos el coche al tranquilo barrio de Île de Nantes al otro lado del río Loira (la Loire), y, tomando como cuartel general la zona de la plaza de la República, desde allí iniciamos la visita panorámica a la ciudad con las bicis:

Una gozada salpicada de un pararse aquí y allá. Escaparates diferentes, gente amable, tiendas preciosas, un café en la plaza del Comercio… para rematar la tarde en las afueras, en el bosque de Gaudinière.

Camino de Rennes, donde dimos unas pasadas generales, cogimos víveres en un Mc Auto y nos los comimos bien comidos en el área de Hil.

Ya muy tarde alcanzamos la abadía del Mont-St-Michel.



Sólo había un coche aparcado a la puerta, en la parte inundable cuando sube la marea. Pero como al día siguiente iba a hacer mucho calor según la prensa consultada, retrocedimos el istmo y en el pequeño poblado que hay en tierra firme encontramos una sombra (bueno, la sombra se proyectaría por la mañana) en los tupidos y tranquilos setos altos junto a unas tiendas.