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Con otra plaga bíblica de bichitos de seis patas que nos cayeron por la noche de un árbol pagamos el precio de amanecer a la sombra, pero los eliminamos con facilidad antes de ponernos a comer pasada la circunvalación de Berlín, donde compramos un mapa de Polonia que nos sirvió hasta el viaje que hicimos en 2006. De allí fuimos por Frankfurt del Oder hasta la colapsada frontera polaca



donde nos tocó esperar casi cuarenta minutos antes de sellar el pasaporte.

En el Intermerca de Slubice hicimos una compra baratísima pagada con tarjeta porque no habíamos comprado Zlotys polacos. A la puerta, varios pedigüeños mendigaban un poco de ayuda a los clientes que pasábamos.

Nuestro primer encuentro con la lengua en los botes de comida de los estantes nos confirmó que todo es casi igual en todas partes, pero escrito un poco distinto. Nada más.

Al continuar hacia la histórica localidad de Kostrzyn, también en la frontera germano-polaca, pero más al norte, hicimos un giro hacia una calle que no era la correcta. Entonces dimos la vuelta –imagino– infringiendo alguna norma y la policía que venía en sentido contrario debió de pensar que la queríamos eludir o algo así y nos persiguió con gran revuelo de sirenas. Al adelantarnos, el que iba a la derecha sacó una paletina de plástico que ofrecía hacia nosotros un punto rojo muy gordo. Así es que nos paramos.

Luego nos echaron una bronca en polaco y les explicamos en inglés y por señas adónde queríamos ir. Les debimos de inspirar algo positivo porque nos fuimos de rositas con el mismo saldo en la cuenta.

Vueltos a Alemania, de nuevo hacia Berlín, cenamos en un aparcamiento extrañamente lleno de abejorros. En la extensa conurbación, que ocupa un enorme círculo de 30 km de radio, dimos una larga visita panorámica antes de acostarnos en un rincón del Tiergarten, el enorme y céntrico pulmón de la ciudad.