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Para visitar el horror del Holocausto atravesando la sarcástica entrada presidida por la frase El trabajo libera (Arbeit macht frei) no hay que pagar entrada. Sólo si uno quiere, hay proyecciones de videos, muy cortos pero elocuentes, en varios idiomas según las horas, previo paso por taquilla, donde también se venden completos planos y autoguías para conocer los distintos espacios.

Por resumir un poco entre tanta hectárea dedicada al genocidio de cientos de miles de personas entre polacos, criminales comunes, homosexuales, deficientes mentales, gitanos, presos peligrosos, prisioneros de guerra... en aras de depurar la raza aria y la grandeza del pueblo alemán, hay que decir que un sólo día no basta para ver bien ambos campos.

El de Auschwitz está en el término municipal de Oswiecim. El de Birkenau, a unos tres km, en el de Brzezinka. Y eran sólo dos de las decenas que hay catalogados.

El aparcamiento vigilado del primero cuesta sólo dos euros al día. El del otro es gratuito, pero casi siempre está muy vacío porque hay autobuses–lanzadera sin cargo que cada hora los interconectan.

Las lágrimas de familias enteras y el respetuoso silencio de la gente cuando va saliendo de los barracones y cámaras de gas donde todavía huele a muerte son sobrecogedores.

Apilados en inacabables vitrinas yacen el calzado, los objetos personales, las ayudas ortopédicas, las gafas, los pucheros en los que se desnutrían, las maletas con sus direcciones... de unos prisioneros que entraban para no salir más que en forma de humo.



El material ingente que aquí se expone no es más que lo que encontraron las tropas aliadas que liberaron el campo en 1945. Es decir, sólo de las últimas remesas de ejecutados.

Imaginaos la naftalina que ponemos en los armarios que, al contacto con el aire, se sublima en gas. Pues así eran las pastillas de gas Ciklon B, miles de cuyos envases están también aquí como mudos testigos de cómo en unos quince minutos podían matar a doscientas personas juntas a las que, con el pretexto de que iban a tomar una ducha higiénica nada más llegar al campo, eran encerradas desnudas en estas cámaras.



Consumado el sacrificio, robados los objetos de valor de las dentaduras, cortado el pelo a las mujeres para hacer tela, estos hornos acababan el proceso.



Varios de los crematorios y edificios fueron volados por los nazis en un intento de borrar pruebas en su abandono del lugar, pero las ruinas, reconstruidas unas, respetadas tal cual otras, gritan la verdad para que no vuelva a repetirse.

En medio de la visita a los dos campos, hicimos un alto en el bufé de Auschwitz para probar los pierogi, raviolis de pasta rellena de carne pero de 100 g. Muy ricos.

En el campo de Birkenau, más de lo mismo pero con un tamaño varias veces mayor, y eso que no llegaron a ejecutar la ampliación que pretendían. Las condiciones aún más duras, porque los barracones ya no eran de ladrillo, sino de madera, razón por la que sólo se conservan un puñado de ellos.



Vallas electrificadas para separar los distintos sectores del recinto evitaban el progreso de cualquier motín aislado.



Con la sensación de haber visto uno de los mayores horrores que puede cometer el ser humano, independientemente de si es cierto que murieran entre un millón y un millón y medio, o si la cifra fue exagerada tras la guerra, nos marchamos. Por poco que fuera, hay mucho de cierto. Nadie puede falsificar tantas evidencias ni tantos testimonios.

Wadowice no está lejos. Allí nació, en esta casa,



el papa Karol Wojtila quien en su infancia, parece ser, se desayunaba con unas mejorables milhojas de crema con sabor a mantequilla, en torno a las cuales hay montado un grandísimo negocio. Eso sí, es una tentación barata:

Dos pasteles Kremowka y dos enormes cafés con leche sentados en terraza en la plaza más céntrica no llegó a ¡2 €!

A escasos minutos pudimos admirar la preciosa iglesia de Barwald, hecha en madera al estilo escandinavo.



Y nos admiramos igualmente, una vez en la cercana Cracovia, de que a doscientos metros de la plaza mayor pudiera existir un aparcamiento paradisíaco, sin limitación de altura, 24 horas, vigilado, ¡arbolado!, con zonas de césped, WC y, encima, silencioso. El no va más si en vez de precio normal, también hubiera sido barato. Si vais próximamente, está en la calle Floriana Straszewskiego.



O sea, lo más parecido a un camping urbano.

En el restaurante Pod Gwiazdami (Grodzka 5), a dos pasos del Mercado de los Paños, un centro comercial del siglo XIV plantificado en medio de la plaza mayor más grande de Europa (4 Ha), nos dieron de cenar bastante tarde, en parte porque la ciudad, sin duda una de las más bellas de Polonia, es destino turístico de vuelo+bus y por tanto se amolda a las tardías costumbres de muchos turistas.

Hablando de costumbres: en los restaurantes polacos, muchas veces, no ponen pan. Las comidas se comen ¡sin pan!

Se habla inglés sin problemas y sus calles y locales ofician como meca de la marcha estudiantil de la región. Lo más parecido a Salamanca, Santiago de Compostela o Granada en sus respectivas áreas de influencia.



Desprovista de casi toda su muralla, en el solar que antes ocupaban hay ahora un kilométrico parque circular que se conoce como Planty. En él se puede admirar uno de los torreones defensivos, la Barbacana.

Cosa que estábamos haciendo cuando cuatro veinteañeras de no sé qué pueblo polaco junto a la frontera ucraniana, la portavoz de las cuales decía llamarse, para más recochineo, Uva, como lo de la parra, nos asaltaron con sonrisas y un melífluo inglés, amarradas a una botella de vino peleón. La excusa era a ver si les podíamos ayudar a abrirla sin sacacorchos. Y el objetivo real continuar la noche con compañía extranjera.

Mientras confesaban su admiración por telenovelas hispanas como Betty, la fea, a las periódicas pasadas de la policía a lo lejos, ellas respondían con una frase que ya nos sonaba de Gliwice:

–Posza!

Con esta nueva experiencia, dedujimos inmediatamente que puede traducirse como

–¡Quita!

porque la que lo escuchaba se guardaba corriendo el vidrio debajo de la chupa. Aquí a los del botellón también los atan corto.

Las riberas, anchísimas, del río Vístula y la fortaleza del Wawel



nos acabaron de acompañar hasta que flojearon las fuerzas.

La vigilancia del aparcamiento era desempeñada principalmente por un circuito cerrado de televisión que nuestro vigilante no podía ver: Estaba profundamente dormido. Lo comprobamos porque antes de volver definitivamente a descansar salimos a callejear un poco con la furgo para desbloquear un problema con la suspensión neumática.

Nos dio pena tocarle en el cristal de la garita para que nos abriera, pero es que, si no, no podíamos poner horizontal del todo nuestra cama. Al acostarnos en la cual, podía verse al tipejo devorando programas de teletienda. Que en Polonia también los hay.

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