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Escupía niños el cercano colegio junto al supermercado del pueblo, no por pequeño menos aprovisionado y económico. ¿Alguien ha visto en España los paquetes de chicles Orbit a 0.20 €? Pues allí hicimos el agosto: somos comedores compulsivos. Nos llevamos una tonelada.

La misma cantidad, pero de cinta adhesiva de doble cara a mitad de precio que aquí cayó en el centro de bricolaje.

Flores por las aceras y la mitad de los vecinos de toda edad moviéndose en bicicleta nos dejaron un buen sabor de boca al abandonar este rinconcito de Silesia. Encantador y de ambiente muy alemán, como sucede en la cercana Opole. No parece Polonia sino un barrio de Berlín.

Camino de Gliwice por la misma ruta adelantamos a los compañeros del Dioni que desplegaban un convoy de más de trescientos metros compuesto de vehículo blindado seguido y antecedido en total por seis vehículos atestados de polis con gafas oscuras y rectos mentones. De comienzo de película americana de atracos gordos. O de 007 Misión en el Este. Bonito de ver desde un helicóptero. Cuando abandonamos por la salida de nuestro destino, ellos continuaron a 70 km/h hacia el sureste. Algo más que calderilla llevaban. O a lo mejor eran dos maletines de plutonio... Si no, no se va armado hasta los dientes.

No demasiada gente, fuera del cuerpo de historiadores y forofos del tema sabe que a las ocho de la tarde del 31 de agosto de 1939, la víspera del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, dos personas disfrazadas de insurgentes polacos, entre ellas un agente secreto nazi, Alfred Naujocks, irrumpieron en esta emisora de radio (Radiostacja) en las afueras del pueblo, entonces alemán, y tomó por la fuerza las instalaciones. Después emitieron por radio la frase: ¡Atención! Aquí Gliwice. La emisora está en manos polacas.

Ello, oficialmente, supuso la gota que colmó el vaso de las ganas de Hitler de iniciar la invasión del país. Se conoce esta acción como La Provocación o Incidente de Gliwice, u Operación Himmler. Parece ser que simplemente fue un plan orquestado desde Berlín para precipitar el comienzo de la contienda echando la culpa a los polacos.





Lo espectacular de esta torre es que, con 111 metros de altura, está íntegramente construida en madera y permanece en perfecto uso desde entonces. Ahora se emplea, además, para la repetición de telefonía móvil y televisión.

En las calles que rodean a la que aquí se conoce como Torre Eiffel de madera, no hay más negocios de comida que la modesta pizzería Radiola,





llevada con parsimonia por tres particulares paisanas:

Bárbara, que seguramente tenía algún retraso, es una rubita guapa a falta de depilar su labio superior. Nos recibe con el local vacío envuelta en la distancia corta en un aliento al paso intermedio entre la uva y el vinagre, pero con la mejor voluntad de entender nuestras cuatro palabras de polaco, folios en mano. De inglés, ni hablamos.

Pasados unos minutos llegaría un vecino, con modos de camionero, para coquetear con ella en clave de chica fácil. En vano. Ella decía a toda propuesta que no.

Igual que yemeníes en un pueblo de Cuenca, así éramos de novedad los que venimos de Hiszpanja en los arrabales de Gliwice.

Al principio Bárbara se nos sentaba a la mesa con sonrisas de alterne y ojos vidriosos. Y era gracioso. Luego resultaba agobiante. De hecho, Beata, la segunda chica, la más normal de todas, que llegó un poco más tarde a ayudar en cocina le decía de vez en cuando algo que sonaba así:

–Pójdźże, Pójdźże!

y que traía como consecuencia que ella se levantara de nuestra mesa para ponerse a hacer otras cosas, mientras Anita, la tercera, la que amasaba con soltura las pizzas que acabamos comiendo, y que chapurreaba algo de alemán, saliera de vez en cuando a la barra ¡a ponerse a bailar!, a no menos de 120 decibelios, la canción que está en el top ventas estas semanas en Polonia: Just me good to me, de Karmah, y que ya no nos abandonaría en el dial de la radio de la furgo en todo el periplo.

Por cierto, seguramente por la llanura del país, no he visto lugar donde funcione mejor nuestro RDS.

La comida estuvo buena, pero el ambiente era decididamente para escribir un libro de psiquiatría clínica.

De vez en cuando pillábamos miradas cómplices a Beata y a Anita, de muy buen rollo, como de taberneras enamoradas, y referencias a los tópicos más fuertes del ser español. Ya sabéis: la fiesta, Antonio Banderas y todo eso...

Como no servían postres, tomamos un café de puchero de gusto requemado. Lástima que la cámara estuviera en el maletero y no pudiéramos retratar la taza en la que quedó un sedimento de posos de ¡dos centímetros! (lo juro) de profundidad. Queda claro que lo que llaman café turco no es lo que más me entusiasma.

Mil años que viviéramos, no olvidaríamos nunca aquel lugar.

Como el mapa de carreteras de Planeta–De Agostini, sin ser malo del todo, no estaba actualizado, ni mucho menos, compramos por 10 € otro a escala 1:200000 en el modernísimo centro comercial Plejada, de Bytom, muy cerca de allí. También repostamos en clave Carrefour en pleno centro de la cuenca minera de Silesia, entre transportadores industriales de carbón, acerías obsoletas, olor a SO2, sucios trenes de mercancías avanzando lentamente y una maraña de pasos a nivel sin barreras, de ésos en los que uno no sabe por dónde le va a venir el tiro.



Y nos vino de perlas porque gracias a la interesante escala de los planos urbanos conseguimos encontrar, tras perdernos durante más de una hora por los sucios barrios de Chorzow, el ciber que buscábamos. Allí nos extasiamos durante un rato bien largo sin temer por la furgo aparcada a la puerta, a pesar de ser un suburbio degradado, sin luz en las calles, ni distinción entre aceras y calzada, con corrillos de gente a las puertas y la vida latiendo asomada a las ventanas ...

Estábamos tranquilos por el sucedido que nos acababa de pasar:

Cuatro hombres, con pinta de prejubilados mineros, estaban sentados a la puerta de un bar, mirando cómo pasaba la furgo despacito. Cuando no te cuadra lo que ves en el mapa y en la realidad, se va despacito. Me acababa de saltar por despiste una señal de dirección prohibida (la típica calle que a partir de la mitad ya no es de dos sentidos) y empezaba un tramo curvo, sin visibilidad.

De repente nos empiezan a hacer gestos con los brazos, diciendo algo que por supuesto no entendimos. Pero estaba claro que era mejor no avanzar.

Instintivamente hice una maniobra evasiva, como de trompo a cámara lenta, metiéndome en el entrante de un garaje y cambiando el sentido, como simulando que salía de él. ¡Y qué bueno fue!

En dos segundos apareció la policía por la revuelta, a la que, por su posición en la curva, ellos sí veían. Fue todo un detallazo que les agradecimos. Polonia está llena de gente maja. Como se verá después, un suizo no habría hecho lo mismo...

¿Qué mejor sitio para aparcar sin preocupaciones?

Nos echaron de comer en el Mc Drive de la circunvalación casi a la hora de cerrar. Y sólo nos dio más tiempo para lavar el coche en el túnel de BP y llegar hasta Rajsko, la aldea más cercana a los campos de concentración de Auschwitz/Birkenau.

Allí nos desconectamos al arrullo de un ladrido apagado por la madrugada.

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