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En el que, bien entrada la mañana, nos despertamos con el bullicio.



Pasamos un día agradable y soleado de allá para acá sobre dos ruedas. Comimos al borde del lago más interior, el Binnenalster, como vagabundos felices, gozando del ambiente de la ciudad, que en verano se echa entera a la calle. Que el invierno aquí es muy largo.

Luego volvimos al punto de partida y, nada más lavar a fondo el Renault 21, bicis incluídas, zarpamos para Kiel, más al norte, referente de otra gran obra de ingeniería, el canal



de casi cien kilómetros que une los mares Báltico y del Norte para evitar la costosa circunnavegación de toda Dinamarca.

Por esa atracción incomprensible que tenemos los seres humanos de extasiarnos cuando tenemos masas de agua delante, nos cenamos lo que nos quedaba por la despensa en el embarcadero de recreo del pequeño lago del parque Schreven-Teich junto a un pacífico grupo de chavales que hacían un modélico botellón, ya muy escandinavo, con velitas por el suelo y sin dar muchas voces. Por el ambiente más mosquitos de los deseados… Tras las ventanas de algunas casas próximas latía la vida a la hora de la cena… Nos dio una sana envidia de no estar a la mesa de alguna de ellas…

Rematamos la jornada por la zona peatonal y el puerto perdiéndonos con nuestras baratas bicis del Carrefour.

No dejamos que amaneciese del todo, pero casi. Llegando a la localidad danesa de Odense, la bruma densa cubría los campos, en plan fantasmagórico, casi transilvano, de no haber sido un sitio tan plano. En uno de los bosques de las afueras de la ciudad, sin salir del coche para no ser pasto de espiritrompas ávidas de sangre (normalmente cuando viajan dos personas siempre le pican a una más que a otra…), quedamos profundamente sobaos.