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Camino de La Haya tenemos algunas conversaciones por teléfono con nuestras familias y amigos en relación con una triste pérdida personal de nuestro entorno. La vida suele dar estas sorpresas desagradables en cualquier momento.

En una de las áreas del trayecto hago la reposición del hielo por el sencillo método de comprarlo en un restaurante. Por aquí ya es una entelequia que se venda en las gasolineras. En los Mc Donalds y asimilados te lo regalan siempre sin problemas, en los bufés de carretera suele haber una máquina de ésas con puerta tipo lavavajillas y una pala de cocina, como las de servirse frutos secos o chucherías, y puedes ponerte lo que quieras. Cuando íbamos a pagarlo, el camarero holandés, sorprendentemente parecido a su mediático y agraciado compatriota Mark van der Loo,



nos vaciló un poco preguntándonos si éramos clientes… y luego con carita de ángel nos dijo que el precio era una sonrisa… será por eso que dicen que los neerlandeses saben vender muy bien desde tiempos de la Liga Hanseática

–May I buy some ice cubes?
–Are you guesting the restaurant?
–No. But, what is the price?
–Mmmm… A smile… Here you are…


¡Qué gente tan maja!

Viniendo de familia con muchos ferroviarios, suelo dar el tostón visitando la arquitectura de las grandes estaciones cuando cuadra. Y la de La Haya lo es. Allí mismo, al lado, además hay uno de esos parques afables, con lagos y patitos bulímicos que se comieron todos los trocitos de pan que ya no maridaban con la pechuga de pavo.

Un largísimo carril-bici nos llevó de seguido, primero a la sede del Tribunal Penal Internacional



donde juzgan, entre otros, los delitos de genocidio o contra los derechos humanos cometidos por gobernantes sin escrúpulos, algunos de los cuales consiguen, no obstante, morir en la cama… y, más adelante todavía, a la enorme playa de la ciudad, Scheveningen,



que se divisa tras superar la gran duna costera que protege de forma natural las tierras bajas de los embates del Mar del Norte.

Un poco más de esfuerzo y nos pusimos a las puertas de Amsterdam.

Que es una ciudad imposible de definir del todo. Meca de todo. Paraíso de todo, en especial de las libertades y la tolerancia universal. Cualquier ambiente, cualquier tendencia, cualquier expectativa tiene cabida, desarrollo y culmen en esta ciudad de ciudades. Busques lo que busques, lo tienes en Amsterdam. Por eso es tan deseada, tan visitada, tan transitada. Y por eso es tan imposible aparcar en ella.

Imaginad la calle más apartada de vuestra ciudad. Sí, sí: donde no llega el autobús, donde linda con unos descampados, en el barrio más degradado. Imaginad un polígono industrial de las afueras, sin viviendas cercanas. Bueno, pues en sus equivalentes de la capital financiera y virtual de Holanda, hay parquímetros. Y señores que pasan poniendo multas y cepos. No se libra ni dios.

Excepto si uno mira más en profundidad y descubre el Polígono Isolatorweg, junto al enlace S102 de la circunvalación.

La alternativa perfecta a pagar casi 600 [sic] pesetas cada hora. Con sombras, con vigilancia, con paz para dormir. Es nuestro furgoperfecto cuando pasamos por allí. Y los políticos no lo han modificado todavía. A lo mejor no se han dado cuenta…



Pues eso… allí dejamos el coche con toda tranquilidad, bajamos las máquinas y por carriles-bici fantásticos (algunas veces ¡tipo autovía, con dos carriles en cada sentido!), aparecimos en el centro en escasos diez minutos, con esa sensación de libertad… como si vivieras allí… con todo a mano… sintiéndote uno más, porque en Amsterdam pasa lo que en muchos sitios multiétnicos de Madrid o Nueva York: si estás allí, ya eres de allí.

Concretamente lo primero que hicimos fue ir a comprobar, porque siempre nos ha costado creerlo, cómo es en la distancia corta el célebre aparcamiento de bicicletas de tres pisos de la Centraal Station: Una verdadera pasada.



Y después a rodar por los canales:



En uno en concreto os vamos a hacer una recomendación. ¿Os gustaría comer en algún viaje a Amsterdam en un sitio fino, en el canal más céntrico, en uno de los hoteles de cinco estrellas más selectos (clientes como Madonna o Michael Jackson han pasado por allí) pero donde no exigen ninguna etiqueta, con una atención exquisita, con comida a la vez abundante y creativa, pero sin embargo –para estar en una de las grandes urbes de Occidente– a un precio moderadísimo? Pues éste es el sitio: el Café Roux (conviene reservar). Y, además, el maître es de Málaga.



Nos dieron las siete de la mañana entre la cena y todo lo demás… y, con el frescor húmedo del alba, volvimos con las bicis al polígono donde nos esperaba tal y como lo dejamos ese trozo de acero que quince años antes había sido fabricado en la FASA de Valladolid.

Sólo hubo fuerzas para tomar la autopista hacia el gran dique del que se hablará más tarde. En una de las áreas previas nos acostamos, pero antes de dormirnos vino la policía a asomarse por las ventanillas, sin pudor. Como no nos vieron muy peligrosos, nos dejaron en paz.