10



Como si se hubiera tratado de una premonición, justo al entrar en la abadía, tras desayunarnos los pasteles que más nos entraron por los ojos en la coqueta calle mayor del pueblo, por las ventanas abiertas de un salón de ensayos oímos las voces blancas de los niños cantores, en cortas frases musicales que se repetían y volvían a rectificarse bajo órdenes en alemán de algún maestro... La Operación Triunfo de los presbiterios... en directo.

Volvimos a lavar el coche en la gasolinera de BP y, a las puertas de Viena, vuelta a llenar de agua, otra vez en la toma de un lavado automático, porque no había grifo a la vista.

Dando por buena la idea de que una ciudad nueva se conoce mejor si de primeras dadas se le hace un tour panorámico, como esos autobuses turísticos de doble piso, hicimos lo propio antes de ser fagocitados por el más caro aparcamiento subterráneo de todos los tiempos. ¡ Ni en Amsterdam habíamos visto que se cobrara a 4 € la hora ! Eso sí: en el centro de los centros, junto a Weihburggasse, y con clientes de la talla de este bonito Hummer:



:-O

Entre palacio y palacio, calles peatonales tan preciosas como heladas,





nos metimos a cenar en un chino en una primera planta de Karntnerstrasse, a las tantas, cuando todo estaba ya cerrado. Muy majos. Me gusta la gente china porque son muy trabajadores.

El café con dulces, en este caso, el café vienés como Dios manda, nos lo tomamos en el Starbucks Coffee de la Ópera, inmejorablemente situado y a rebosar de gente interesante. Cosas de los viernes por la noche.



La ciudad no dejaba de dar de sí por todas partes: San Carlos Borromeo, la Rathaus...





pero nuestro hogar está a miles de kilómetros y aún hay que alejarse todavía más para luego volver dando un gran rodeo... hay que marcharse. Hungría nos espera.

Al salir hacia la autopista, recordando las escenas de El Tercer Hombre, vemos a lo lejos la Noria del Prater y también la Torre de Comunicaciones del Danubio (Donauturm) y, sobre todo, nos llama la atención una larguísima hilera de tractocamiones (las cabezas, sin los remolques) circulando entre Bratislava y Viena. Poco después veríamos la explicación: es más barato mover por sí mismos los propios camiones para exportación (Eslovaquia tiene una importante industria automovilística deslocalizada de países con mano de obra menos barata), que cargarlos en otros medios (plataformas de tren, por ejemplo). Es como si las Mercedes-Benz Vito fuesen rodando desde la fábrica de Vitoria hasta el puerto de Bilbao en vez de cargarlas en trailers.

La frontera de Hegyeshalom está ahí a la vuelta... sacamos nuestros forints en billetes pequeños, nuestros folios de expresiones en húngaro, una de las lenguas más crípticas que existen... y la documentación. Los polis, un encanto de amabilidad... nos preguntan algo que no sabemos qué es, les contestamos en alemán que es una autocaravana y una sonrisa mutua cierra el fugaz contrato. Estamos en nuestro país visitado vigésimo octavo.

Ahora a cumplir las normas: en Hungría también hay que pegar una vignette por el interior del parabrisas para circular sin que te multen por las autopistas. Además, estas Matrica, que es como se llaman aquí, llevan un holograma detectable por unas cámaras láser situadas tras los pórticos de señales de tráfico, como si fueran nuestros radares fijos. Y al que no la lleva... ¡zas!, foto y a pagar con propina en el siguiente control. En la primera estación de servicio, que como las polacas están abiertas incluso para comer 24 horas, compramos la pegatina válida para 5 días, que es la más sencilla, como en Austria. En Suiza habíamos pagado la del año entero porque no había otra.

A la altura de Lébény caemos rendidos.