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En ese área de servicio, donde casi pierdo la cartera, hicimos alguna compra menor, nos aseamos y nos preparamos para la sobredosis espiritual que nos esperaba en el pueblo, dentro del cual hay otro gran recinto llamado Ciudad Religiosa. Antes de entrar, un LIDL con autolavado nos vino de perlas para ir sin barro en los bajos.

Con independencia de las respetables motivaciones últimas que llevan a millones de peregrinos, gran parte de ellos enfermos en distintos estadios, cada año a esta pequeña gruta,



lo que es un hecho tangible es que algún distribuidor de velas de parafina se está forrando a juzgar por lo que arde.



Por no hablar de recipientes de plástico de todo tipo que se compran para llevarse las aguas que, al parecer, además de sus componentes minero-medicinales, añaden otros muy beneficiosos pero que la ciencia hasta el momento no ha podido identificar.

Las tiendas de mareante artesanía pía y el ramo de la hostelería y el personal sanitario auxiliar copan el resto del empleo en esta diminuta localidad de sólo 15000 habitantes a la que le tocó la lotería el 11 de febrero de 1858 cuando a una pastora llamada Bernadette Soubirous, siempre según su versión, se le apareció varias veces durante nada menos que un semestre lo que los cristianos católicos de rito romano llaman la Virgen María, bajo la advocación de la Inmaculada Concepción.

Tan sacrosanto es el lugar que un cartel a la entrada trasera de la Ciudad Religiosa restringía mediante un pictograma no aprobado en el Reglamento de Circulación (algo así como las señales que prohiben el estacionamiento de autocaravanas) la entrada de bicicletas.

Pero nosotros accedimos con ellas sin molestar a nadie y circulando despacio y con prudencia. Queríamos comprobar sin darnos una caminata –y resultó ser cierto– si el río Gave, de impetuoso y ruidoso caudal, como corresponde a un curso fluvial alto, en el crítico momento en que pasa delante de la gruta donde está la imagen de la Virgen de Lourdes, de repente, y sólo durante esos escasos treinta metros, deja de sonar, se vuelve de aguas mansas y discurre sin rumor.

Mientras comprobábamos la acendrada piedad de la gente y este misterioso fenómeno, se nos acercó de malos modos y profusión de walkie talkies un segurata, nos obligó a apearnos y nos indicó que fuésemos hasta la puerta principal donde nos esperaba su compañero. Sin duda para ponernos una receta.

Como ya teníamos aprendida la lección de no doblegarnos ante el yugo napoleónico, le hicimos caso sólo a medias. Es decir: a mitad de camino, antes de llegar hasta los polis de la puerta que ya se veían a lo lejos, aprovechando que una peregrinación se salía por una lateral hacia un recinto hospitalario, nos mimetizamos con ellos y eludimos la acción de la justicia religiosa francesa como buenos pícaros. Sin duda, por intercesión de la propia Virgen que nos echó un cable.

Lo que nos habíamos ahorrado, nos lo gastamos en placeres en Pau, la capital del departamento de Pirineos Atlánticos, y desde allí nos desviamos hacia Gurmeçon, una bonita aldea de montaña con merenderos de madera de roble, techados y preparados para cenar bajo cualquier chaparrón.

En la subida a la vertiente francesa del Coll de Somport, en unos recodos del término de Urdos, nos volvimos a reunir con las almohadas hasta el día siguiente.