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El distrito de negocios de Varsovia es estilo Norteamérica



a base de capitalismo rabioso, como acojonando sin conseguirlo (sigue siendo el más alto) al viejo icono comunista.



Su mirador, situado en la planta trigésima se alcanza en medio minuto justo. Se ve todo en 360º, la ciudad y la gran llanura en la que está enclavada.



Un sitio con tan poco relieve es relativamente fácil de invadir. Ellos lo tienen muy reciente: Hace sólo 67 años.

Le compramos un puñado de postales y sellos a una simpática viejita que tenía instalado arriba su sencillo chiringuito de recuerdos. Esas cartas han llegado exactamente hoy, veinte días después, a los nuestros. Parece que Correos y la Polska Pozta van de la mano como hermanas.

Con mucha prisa se nos llegó la hora de comer en Villa Foksal, un antiguo palacete reconvertido en restaurante en una apartada calle homónima del centro residencial, como si fuera el ensanche barcelonés. Brigada joven, servicio atento, montaje moderno y comida creativa. Precios normales.

Una hora de ida y otra de vuelta paseando nos quemaron esas calorías por el bonito parque Lazienki, que es como el Retiro madrileño en más grande, un pulmón para Varsovia moteado de villas y de estanques serenos, como éste que, sin ninguna imaginación, se llama Palacio sobre el Agua.



Cuando pasábamos por uno de ellos nos llamaron la atención unos vehículos militares de los que bajaba un músico ataviado de terciopelo azul que corría hacia algún lugar como con prisa.

Con curiosidad felina lo seguimos y aparecimos en una explanada donde la policía municipal se apresuraba a poner esas cintas de plástico para que la gente no pasara de un lado a otro justo en el momento en que, de no haber atravesado nosotros, nos hubiera tocado dar un enorme rodeo para volver hacia la ciudad.



A los pocos minutos, la banda se formó, apareció un ministro con cohorte cuya cartera nadie nos supo precisar o si nos lo dijeron no lo entendimos, y comenzó un disparatado concierto en el que los músicos de la formación ¡también hacían coreografías! con marchas marciales y también temas de bandas sonoras cinematográficas. El director parecía una majorette.



Le hicimos con el móvil un pequeño video que podéis ver pulsando aquí.

Estuvo divertido, pero antes de que acabaran, allí los dejamos con otros afortunados y casuales espectadores y continuamos el paseo volviendo hacia el centro por Al. Ujazdowskie, la elegante avenida de las embajadas extranjeras acreditadas en la capital. Aunque también vimos cosas chulas como esta tienda exclusiva de ositos de peluche:



Antes de tomar nuestra ducha, ya cerca del aparcamiento, intentamos coger del suelo, junto a unos roñosos cartones, de ésos que parecen los de pasar la noche los vagabundos, un grueso libro que parecía abandonado. Las extrañas frases pero conocidos gestos de un señor que estaba junto al maletero de un coche cercano nos hizo desistir. Parece ser que era suyo...

La noche se debatió entre ver el escenario donde el 14 de mayo de 1955 se firmó entre los países del Este y la Unión Soviética el famoso Pacto de Varsovia, la OTAN de la esfera comunista durante la Guerra Fría, hoy palacio del presidente de la república,



y una panorámica de la calle principal de la parte nueva, la Ruta Real, que termina en el caserío de la vieja, completamente destruida por los bombardeos, pero fielmente reconstruida.



En ella nos entró el hambre y, a pesar de la mala reputación que arrastran los negocios regentados por judíos, nos aventuramos a esta desconocida cocina mediterránea en el Pod Samsonem (algo así como Taberna de Sansón).

Alguna otra vez la hemos probado y realmente son platos ricos (purés de garbanzos, panes ácimos, salsas con yogur...), pero queríamos darles otra oportunidad, sobre todo a los que impregnan su vida con esta religión.

Teníamos la mala experiencia de haber sido invitados hace un par de años junto a otras tres personas por un matrimonio judío a un restaurante para celebrar el cumpleaños de uno de ellos.

Recordemos los datos:

Primero: que estábamos invitados; segundo: que el cumpleaños era de uno de los anfitriones. Pues bien, llegada la hora de la cuenta, los judíos sólo pagaron su parte y la de una de las invitadas, también judía. El resto tuvimos que pagar las nuestras con cara de póker.

Con la carga de esta mala experiencia nos metimos en el sitio que aparentemente era un animado mesón de los que cierran tarde. Aunque en la carta venían a la derecha de los platos y bebidas expresadas las cantidades en gramos y mililitros, como si fuese un laboratorio de química analítica, lo pasamos por alto y disfrutamos de una comida sana y correcta.

La primera sorpresa fue cuando al bajar a los baños del local vimos que ¡había que pagar para entrar! La segunda cuando al pasar la tarjeta por el datáfono para abonar la cuenta, el propio camarero, como disimulando, añadió un diez por ciento del importe y me pedía imperiosamente que pulsase la tecla verde OK.

Le tocó anular la operación, sacar la boleta de truncado y volver a hacerla adecuadamente.

¿Por qué arrastrarán esa fama de peseteros?

En su descargo hay que decir que tanto aquí como en casi todos los demás establecimientos traen siempre a la mesa el terminal para que la tarjeta nunca se pierda de vista. Esto en España está todavía muy por perfeccionar.

Después de pasar por varios escaparates llenos de recuerdos religiosos, esta vez ya de la iglesia católica de rito romano, preñados de pósters de Ratzinger y biografías de Wojtila (Aún nos corroe la duda de si el bávaro de Marktl am Inn habrá ido alguna vez en su juventud a desmelenarse en la Oktoberfest...),



llegamos a un, cómo no, abierto 24 horas local de cambio de moneda. Donde canjeamos algunos zlotys por litas lituanas. Aunque la mitad del tiempo y del dinero ya estaban agotados, haríamos un último esfuerzo: llegar hasta Vilna, una de las tres capitales exsoviéticas bálticas, aunque fuese a costa de nuestro descanso. Total, ya que estamos por la zona... nunca más cerca.

Es como cuando se reforma el baño de casa... ya que se está de obras... pues cambiamos también esto y lo otro... y al final la cosa se va subiendo...

El cambio a la moneda lituana es muy simple: comprar una lita vale 1.25 zlotys. Por vender una, te dan un zloty. Ideal para hacer las conversiones mentalmente. Bueno, también era fácil calcular de euros a zlotys: un euro, cuatro zlotys. Y de euros a francos suizos, o mejor dicho, de pesetas a francos suizos: el billete de 10 CHF es aproximadamente como mil pelas; el de 20 como el de 2000 y así hasta el de 100, que es como nuestro antiguo de 10000.

Pagar apenas 15 € por más de 20 horas de estacionamiento y repostar en la Statoil (allí me corté en un dedo con una brida mal puesta en el boquerel del surtidor) fue lo último que hicimos en Varsovia, antes de tomar la destartalada carretera nacional 8 hacia Suwalki donde volvimos a rellenar.

Se atraviesan decenas de kilómetros de espesos bosques



donde no es difícil ver los últimos bisontes de Europa, aunque cuando pasamos nosotros debian de estar todos dormidos. Por lo visto, hay unos 350, la décima parte de los que vivien en el mundo.

En uno de ellos volvimos a calmar el hambre antes de llegar a la frontera lituana.

Nada más comprobar la documentación de la furgo, que nos pidieron con la frase

Áutopapiérren

pronunciada así, como con dos acentos y erre rusa, como en las películas, pudimos empezar a gozar de la sensación de haber visitado 31 países, esta vez sin MP3 porque venir hasta aquí no estaba muy claro en el guión.

Cerca de la frontera, en Trakenai, Morfeo dijo basta y nos perchó en la esquina más apartada del primer área de servicio de la autovía A5, que por su modernidad y buen firme contrasta fuertemente con Polonia.

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