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13:43 h. Después de una agradable mañana de librerías por el barrio gótico, cuando nos disponíamos a entrar en el aparcamiento subterráneo del Moll de la Fusta, en el Port Vell (junto a la estatua de Colón) con la tranquilidad de que su gálibo estaba limitado a 2 m y nuestra altura es de 1.98… ¡ rrraassss ¡… la barra metálica de preaviso nos da un zarpazo en el techo. Y eso que íbamos con pies de plomo…



¡ Atención, amigos !

No os podéis imaginar la de miles de euros que puede llegar a valer el tener a mano siempe la cámara fotográfica.

Tuvimos una rápida reacción al notar el golpe: paramos en seco, uno hizo señales a los coches que iban llegando por detrás para que utilizaran la otra entrada al recinto, y otro fotografió el pastel con todo tipo de ángulos y detalles.

La mala suerte quiso que la garita de los empleados estuviese justo a la otra punta del estacionamiento y tuve que correr ¡ 400 m ! para avisar de lo que había pasado.

Entonces el empleado, que justo terminaba su turno a las 14:00, con una clara vocación de escaqueo y con muy malos modos se intentó hacer el sueco con todo tipo de excusas:

Llegó con su cómoda moto eléctrica (tipo campo de golf) mientras yo volvía a hacer la carrera en sentido inverso otra vez corriendo hacia la entrada donde estaba atascada la furgo. Decía el julai que aquella barra la habían medido los ingenieros y que no podía estar mal. Que tendríamos nosotros mal la altura, que a él no le metiéramos en problemas, que no pensaba pagar nada…

Tuvimos que tranquilizarlo nosotros a él explicándole que el problema consistía en que la barra estaba medida justo en el encuentro de la rampa con la parte plana del piso del aparcamiento y que por tanto no habían tenido en cuenta la longitud de los vehículos altos, que durante un par de metros siguen teniendo el eje trasero más alto que el delantero mientras pasan bajo el medidor. Y que para eso están las aseguradoras, maxime en ese negocio que era un parking municipal.

Como el hombre –encima– se puso violento, se desentendió del tema, y sus compañeros, recién entrados de turno tampoco querían colaborar, no hubo más remedio que avisar a la policía autónoma.

Los Mossos tardaron más de cuarenta minutos en llegar, les obligaron a dar sus datos y extender reglamentariamente la hoja de reclamaciones y levantaron un pequeño atestado de los hechos.

Y ahora llega la segunda odisea: ¿cómo presentar en la Oficina Municipal de Consumo nuestra reclamación un viernes por la tarde?

Primero localizarla en la ciudad. El navegador nos ayudó y allí fuimos, una vez metido el coche en el aparcamiento (levantando a mano la barra metálica), ¡ pagando dos horas de estancia ! y volviendo a salir por la puerta contraria, en la que no hubo el menor problema de altura.

Cuando llegamos a la dichosa oficina, naturalmente, no abrían ya hasta el lunes.

Suerte el saber que por la Ley de Procedimiento Administrativo cualquier oficina pública de registro está obligada a cursar los escritos de los ciudadanos y redirigirlos hacia donde estén encabezados.

Así es que volvimos a localizar ahora la Subdelegación del Gobierno (lo que antes eran los Gobiernos Civiles) y allí registramos la reclamación, aportamos el tique y una factura expresa que habíamos conseguido que nos hicieran en el parking delante de la policía.

Casualmente la encargada que nos atendió era paisana nuestra y, entre chascarrillos sobre lo que se pueden complicar las vacaciones en un momento, nos hizo gratis todas las fotocopias y nos las compulsó para poder conservar nosotros los originales. Para que luego digan de las funcionarias de los ministerios...

¿Os imagináis que además hubiésemos tenido que empezar a buscar fotocopiadoras por el barrio?

Meses después, enviadas desde casa las fotos del siniestro a través de la asistencia jurídica del seguro del coche, el aparcamiento, propiedad del Ayuntamiento de Barcelona, reconoció su culpa y pagó al chapista 2000 € para dejarlo todo como nuevo.

La próxima vez que paséis por Barcelona, si sentís curiosidad, podréis ver que han cambiado ya la señal de 2 m por otra de 1.95 m. El gato escaldado no vuelve al agua...

Unas paradas en las áreas de servicio de Montcada y de descanso de La Roca del Vallés, en la AP7, nos sirvieron para lavar la ropa y repostar un poco de todo. Luego, ya en Gerona, en la localidad de Mont-Ras, purgamos todos los sinsabores del día en el cálido restaurante La Cuina de Can Pipes, donde dimos buena cuenta, por ejemplo, de unas Vieiras con cítricos o unas Albóndigas de pescado. De postre será difícil de olvidar la Copa de lichis con calabaza.



Antes de dormirnos del todo en el área de descanso llamada Village Catalan, que recrea unas masías en medio del bosque mediterráneo, un poco antes de Perpignan, en la A9 francesa, el oficial de la gendarmería (era un negrito con cara de poli americano) que pasaba patrullando nos peguntó:

– ¿Cuántos sois?
– Dos
– ¿Y no sois tres?
– No. Somos dos.

Así es que con este diálogo de besugos se nos fue dulcemente la consciencia por unas horas. No sé qué andarían buscando...