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Aprovechado el parón para repostar en la gasolinera del pueblo, continuamos hasta la siguiente, donde al echar agua –y es la primera vez que nos sucede– el encargado nos pregunta:

–¿Cuántos litros habéis puesto?
–Unos cinco– mentí.

Y aún así se iba refunfuñando.

Nos detuvimos a comer a los pies de esta bonita iglesia ¿ortodoxa? a la entrada de Dresde en cuanto lavamos la furgo en un autowasche de monedas.



Lo poco que dejaron en pie los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial (casi 135000 muertos por las bombas de los aliados la noche de 13 de febrero de 1945)



y lo que respetan cada varios años las peligrosas crecidas del río es escaso pero muy bonito. De hecho la llaman tanto la Florencia del Elba, como la Zona Cero del Este.

Desde la Ópera hasta el mosaico La Procesión de los Príncipes (de 102 metros),





hasta la catedral y el palacio Zwinger, todo merece una visita detallada.



El resto es todo muy moderno y funcional, como el centro comercial futurista Elbe Park, donde compramos accesorios para la furgo (cepillo para las alfombrillas, mangueras transparentes…) y cenamos al vuelo en una franquicia de nuestro querido Nordsee.

Desde allí llamamos a San Sebastián para fijar la reserva en Arzak para el próximo día 31. Nos dan mesa por los pelos. Suerte que no era para viernes ni sábado, porque si no hubiera sido imposible.

Luego nos marcamos una buena vuelta por el centro, aparcados junto al teatro de Ostra-allee. Y, a la sombra de la Frauenkirche, símbolo de la destrucción de la ciudad, y hoy completamente resurgida de sus cenizas según los planos originales, nos tomamos unos capuccini en la cafetería del hotel Hilton, lo único abierto a esas horas (flecha azul).



Cerca de Chemnitz, pasada su circunvalación por la A4, nos paramos a descansar en el área de Rabenstein.