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Las estadísticas:

Vehículo: Renault 21 TXE 2.0i, versión 1986
km totales: 10889
Duración: 27 días (del 19 JUN al 16 JUL 2001)
Países en tránsito: 10
Monedas utilizadas (¡Una locura!): 9 (ESP, FF, BF, NLG, DEM, LUF, DKK, SEK, NOK; en PL pagamos con tarjeta)
Poblaciones visitadas: 89
Presupuesto íntegro todo incluido 2 personas 27 días: 322000 pta (11926 pta persona/día combustible, comidas, compras y extras)

Como veis, esta historia es ya muy vieja. Desde 2001 para acá han cambiado muchas cosas. Empezando por que tuvimos que llevar nada menos que nueve divisas distintas en bolsitas separadas: parecíamos coleccionistas de El Rastro.

Lo bueno que tiene una historia antigua es lo mismo que tiene un mapa desfasado o un periódico atrasado: no están al día, pero te cuentan cómo era ese día. ¿Nunca habéis repasado un atlas de vuestra provincia de hace veinte años? ¿A que parece mentira que todo el tráfico pesado pasara por determinadas travesías estrechas? Pues pasaba.

De los tres grandes viajes con los que he tenido el atrevimiento de hipotecar vuestro tiempo, éste es el más largo en distancias. Y fue el más romántico y aventurero a la vez porque estuvo hecho con pocos recursos (ni llegaba a los dos mil euros por un mes de todo incluido dos personas) y, sobre todo, por cómo se hizo: en un simple turismo en la apariencia, pero con ducha, secadora de ropa, horno libre de impuestos, nevera, cama de 2,00 x 1,10 m, armarios, despensa, depósito de agua, caja fuerte, televisor en color, maletero y bicicletas en su seno.

Bueno, del pobre Renault 21 y cómo se camperizó ya hemos hablado en alguna otra ocasión.



Lo primero que hay que decir en relación con muchas de las imágenes que vais a ver es que en 2001, al menos para nuestro entorno, tener una cámara digital todavía era un poco cosa de profesionales y de enteradillos de la informática. Y tener un escáner no era ninguna ganga. Nos dedicábamos sobre todo a las diapositivas en color y, desgraciadamente para este viaje, a las copias vulgarotas en papel brillo. Además llevábamos una cámara compacta completamente corriente.

Por lo que he tenido que remasterizar las tomas con una considerable pérdida de calidad. De vuestra liberalidad de miras espero lo sepáis excusar. ¿Quién iba a pensar entonces en webs, blogs y foros?

Suerte que tuvimos la precaución de tomar notas detalladas de muchos sucedidos, porque hoy de aquellos cuadernos deslavazados podemos articular un relato con algo de sustancia, en el que, sin más preámbulos, me sumerjo:



1



Desde luego en un viaje a latitudes europeas subpolares, el desideratum siempre es acceder a Cabo Norte. Pero para tanto no nos llegaba. Ni el tiempo ni la pasta. De hecho, todavía no hemos ido a ese Fin del Mundo que encierra el mismo magnetismo desde antiguo. Nos conformaríamos con alcanzar todo el sur de Escandinavia avanzando por la fachada atlántica.

– Ya iremos en otra ocasión, que no se lo van a llevar de allí – nos dijimos mientras, pasada la medianoche del ya 19 de junio, le dábamos su ración extra de fertilizante natural (compostamos en casa los residuos orgánicos) a la huertita de la terraza. Luego un sistema de riego automático por goteo de fabricación casera y una vecina encantadora se encargarían de lo demás durante el mes de los calores.

Estibada toda la carga en los subcompartimentos del cofre portaequipajes,



tomamos la carretera N620, entonces sin desdoblar, hasta la pequeña localidad de Cortes, a las afueras de Burgos, cuyo frondoso pinar nos resguardó de la sofocante canícula mientras dormimos desde el alba hasta el mediodía.

A la hora en que la gente decente merienda, nosotros llegamos a un paraje con mesas de obra, en las traseras de un viejo bar de carretera, hoy casi olvidado por el trazado de la nueva A1, entre Altsasu y el puerto vasco-navarro de Etxegarate. Y nos pusimos a comer.

Luego, etapas largas ahora que tenemos las fuerzas intactas, que Noruega está muy lejos. Entrar y salir de Donostia, que siempre te alegra la vista y el gusto, y un breve pero completo refrigerio en el área de Cestas, un poco antes de Burdeos, fueron los pasos siguientes antes de pasar por la bellísima estación de peaje de La Rochelle que sólo hace de prefacio del bonito enclave que anuncia.



Justo nos presentamos a la hora en que apetece darse un paseo –fresquitos– por el entorno del Casino. Sin pagar aparcamiento, eligiendo sitio, contemplando el puerto multicolor… superando el carpe diem con algo mejor: el carpe noctem.

Un área de descanso poco antes de llegar a Nantes, la patria chica del gran novelista de aventuras imposibles, Julio Verne, nos pareció lo bastante apetecible para echarnos tranquilamente a dormir de nuevo al final de la primera etapa de la nuestra.

2





Este área estaba unos cincuenta kilómetros antes de la ciudad, de modo que cuando llegamos al furgoperfecto parque Procé, a la altura del viaducto de la calle Bouchaud,



toda la parte del menú que debía ir caliente o cocinada ya estaba más que lista en el horno automático que tenemos alojado sobre los limpios colectores de escape del motor. Los podéis ver en el capítulo 14º de este brico.



Unas mesas de madera junto al arroyo Chézine, frondosa vegetación y el mantel con todo servido fueron el detonante para que el olfato del perrito pijo de una señora mayor se decantara por los aromas de la fabada de bote.



El can era simpático, pero su dueña parecía un poco suelta de cascos y, sentada a nuestro lado, le echó una reprimenda monologada por venir a molestar. Y vosotros diréis: ¿qué hay de extraño en decirle al perrito: Toby, no hagas eso ? Lo impactante es que le soltó casi un mitin de Fidel, razonándole los argumentos. En las pupilas del caniche se reflejaba la mirada perdida de la pobre señora.

Llevamos el coche al tranquilo barrio de Île de Nantes al otro lado del río Loira (la Loire), y, tomando como cuartel general la zona de la plaza de la República, desde allí iniciamos la visita panorámica a la ciudad con las bicis:

Una gozada salpicada de un pararse aquí y allá. Escaparates diferentes, gente amable, tiendas preciosas, un café en la plaza del Comercio… para rematar la tarde en las afueras, en el bosque de Gaudinière.

Camino de Rennes, donde dimos unas pasadas generales, cogimos víveres en un Mc Auto y nos los comimos bien comidos en el área de Hil.

Ya muy tarde alcanzamos la abadía del Mont-St-Michel.



Sólo había un coche aparcado a la puerta, en la parte inundable cuando sube la marea. Pero como al día siguiente iba a hacer mucho calor según la prensa consultada, retrocedimos el istmo y en el pequeño poblado que hay en tierra firme encontramos una sombra (bueno, la sombra se proyectaría por la mañana) en los tupidos y tranquilos setos altos junto a unas tiendas.

3





Desayunamos en el coche y luego bajamos las bicicletas de la baca para recorrer toda la lengua de tierra. Y evidentemente cuando llegamos al final de la isla-península (según suba o baje el agua) todo el aparcamiento estaba petao: No cabía un alfiler. Al fin y al cabo estamos –y no es para menos– ante uno de los lugares más visitados de toda Francia.

En su consecuencia hay bárbaras mareas, esta vez humanas, de grupos organizados, bastante desorganizados, que colapsan taquillas, escaleras, rampas, tiendas de recuerdos… hasta tal punto que nos conformamos con un buen recorrido por las partes altas del monasterio-fortaleza, pero sin profundizar en cada atracción: uno no puede estar toda la vida haciendo colas.

El lugar bien merece la pena un desvío en cualquier viaje por Normandía.

Nuestro sistema de conservación de alimentos en este coche, en resumen, consistía en llevar bastantes embutidos al vacío en raciones de unos 150 g, conservas de verduras, pescados y guisos de legumbres, y, para los productos frescos que íbamos comprando a diario (hortalizas, huevos, lácteos…), una nevera de 12 V de 25 l conectada y cinchada durante el día al panel trasero



y de noche a la consola entre los asientos delanteros.



Los primeros productos y el agua para beber estaban siempre situados en la bodega, debajo de la cama que podía elevarse como la tapa de un piano de cola. Véase un poco de jamón de Guijuelo en primer término.



Luego, bajada la plataforma y sus faldones de moqueta, pocos podrían sospechar el contenido.





E iban semi-refrigerados porque la tobera del aire acondicionado expulsa el caudal hacia atrás y hacia abajo justo cabe el freno de mano.

Y, sin embargo, los frescos se ponían en la nevera. Para ayudar a la refrigeración por efecto célula Peltier, situábamos primero un paquete de hielo en el fondo, de ésos que venden en las gasolineras por toda España pero en muy pocas al norte de los Pirineos.

Ese bloque (o bolsa del super llena de hielos que te han regalado en cualquier bar o restaurante) se cubre con un tupper del todo a cien más o menos de la misma la superficie que el interior de la nevera, pero puesto boca abajo con el fin de que cuando empiece a derretirse enfríe pero no moje los alimentos, que quedarán así sobre una económica y eficaz plataforma fría.

Pues antes de marcharnos del Mont-St-Michel hicimos la reposición del hielo correspondiente al día en curso (y el vaciado del derretido anterior) y la compra en el supermercado.

Camino de Caen –donde también hicimos sólo una visita panorámica– una de las ciudades que más sufrió (80% destruida) los bombardeos subsiguientes al Desembarco aliado de Normandía del 6 de junio de 1944, el célebre Día D que cambió definitivamente el signo de la Segunda Guerra Mundial,



picamos algo e hicimos la colada en la primer área de servicio. Naturalmente, sin lavadora, porque el espacio es muy limitado. Pero sirviéndonos del viejo truco de las bolsas de basura. Como las que un lustro después llegarían a determinado chalé de la Costa del Sol, pero sin billetes.

En Francia, además, es muy útil porque la inmensa mayoría de los WC de las áreas de descanso (más discretas que las de Servicio) tienen lavabos con pileta grande, con lavapiés e incluso con duchas.

Centrándose en los lavabos o piletas, no siempre muy limpios, la técnica consiste en rajar perimetralmente una de esas bolsas negras y ponerla como un forro por el interior del seno una vez que arrugando una bolsa de asas normal hemos hecho un improvisado tapón en el sumidero.

Echamos primero sobre la bolsa un detergente potente especial para lavados rápidos en frío, del tipo de Woolite o Norit y luego abrimos el grifo para homogeneizar la disolución hasta que quede una profundidad suficiente para un par de prendas grandes o varias pequeñas. Ponemos cinco minutos la ropa a remojo, removiéndola algo cada poco; aclarar, escurrir y listo. La doblamos en húmedo como para guardar en el armario y directa a la bandeja secadora del motor.



En unos treinta o cuarenta kilómetros queda seca, planchada y con olor a suavizante. Como en casa. Como dicen los políticos, lo prometo por mi conciencia y honor.

El final de la tarde, bicis en ristre, lo pedaleamos por un atestado Rouen, la última gran ciudad que besa el Sena antes de entregar su curso a La Mancha, por Le Havre.



Estaba tan animada (conciertos en las plazas, casetas de comida, mercadillos de artesanía, peña por todas partes…) porque esos días se celebran los Festivales de Música de Francia.

Pues allí que nos fundimos con el gentío a probar todo lo que se vendía por la calle y a subir el ánimo con un buen café a los pies de la catedral. También vimos la plaza del Mercado Viejo donde a las nueve de la mañana del 30 de mayo de 1431 el Tribunal de la Santa Inquisición mandó quemar viva a Juana de Arco. Ya sabéis: hay gente que se incomoda cuando piensas diferente… y si encima tienen poder…

Una cena rápida en un área de la autopista A13 nos dejó en París, donde de paso fuimos recorriendo el Bois de Boulogne y los barrios de Trocadéro y Étoile para después divertirnos un poco por Le Marais, en la zona del boulevard de Sébastopol.

Al pasear por el 25 de la avenue Montaigne, se nos fue la vista a la carta de uno de los mejores restaurantes del planeta, galardonado con la máxima distinción posible (tres estrellas y cinco tenedores rojos en la Guía Michelín). Se trata de Alain Ducasse. Si alguna navidad toca algo gordo, pasaremos a dejar los 330 € por cubierto de su gran menú-degustación, vino e IVA aparte.



Mosquitos armados hasta los dientes, tamaño libélula, nos merodeaban en el momento de apagar el motor en un sombreado rincón de un bonito bosque al norte de la megalópolis parisina. Concretamente en L’Isle Adam, justo en el arranque de la autopista A16, en dirección a Amiens.

Cuando mi media naranja, atufado por la tonelada de insecticida con la que preparé el habitáculo para dormir, ya amanecido, se salió para dar un último paseo evacuatorio, tuvo la mala suerte de encontrarse con una patrulla de la Gendarmerie que lo confitaron a preguntas sobre qué hacían dos españoles durmiendo a esas horas en un bosque tan apartado… Pero la cosa no llegó a más que abrir una puerta trasera y verme a mí en el interior empezándome a entregar a Morfeo. Se portaron bien.

4



Lo primero que solemos hacer por las mañanas para desayunar es un buen zumo natural de naranjas o pomelos. Con un exprimidor normal de los de casa (220 V 150 W) conectado al pequeño inversor de 200 W de onda cuadrada (la más cutre), con toma para mechero o pinzas, que compramos en Norauto por siete mil pelillas.



Para operar cómodamente, tenemos situado un office, a modo de cocina, en el compartimento motor, al lado del horno y de la secadora de ropa que tiene encima. La parte más plana y funcional para no inclinar mucho la espalda está justo sobre nuestras dos baterías conectadas en paralelo (75 + 55 Ah = 130 Ah). Es una simple tabla contrachapada y esmaltada en negro que hace a la vez de tapa de las baterías y de encimera para trabajar con los alimentos que salen del horno.



Pues sobre ella solemos hacer los zumos con el exprimidor.

Alguna vez nos hemos hecho uno con dos cariacontecidos números de la Guardia Civil delante. No se me olvida: fue en la playa de Punta Prima, frente a la Illa de l’Aire, muy cerca de Sant Lluis de Menorca.

Una vez aseados, nos metimos en el Carrefour de L’Isle Adam y a continuación nos comimos la compra en una de las siguientes áreas de la autopista.

Por la que seguimos, circunvalando Amiens, hasta que nos plantamos en Lille, la ciudad donde el arquitecto militar Vauban construyó su obra maestra, paradigma de tantas y tantas fortificaciones clásicas: la Ciudadela pentagonal. Vamos: que lo del Pentágono yankee es una simple copia, para entendernos. No hay nada nuevo bajo el sol, solían decir los pensadores antiguos. O, como sostenía Jorge de Burgos, el monje ciego (y asesino) de El nombre de la Rosa: Todo es una continua y sublime recapitulación.



Esta urbe norteña y lluviosa, con ese tono gris parduzco que tuvo la ría de Bilbao en las décadas centrales del siglo pasado, antes de su actual esplendor, tiene mucha necesidad de inversiones. Hay un elevado índice de desempleo y en la expresión de mucha gente se ve el desencanto y la apatía. Es como cruzarse las miradas en una comarca minera atenazada por los cierres de pozos o la reconversión industrial salvaje.

A sólo quince kilómetros está Roubaix, la localidad con más personas en términos relativos, según las estadísticas sanitarias francesas, con peor alimentación y sobrepeso. Además, está lleno de hamburgueserías baratas. ¿Será casual o causal?

Sin embargo, el viejo Lille, fuera de los barrios, bulle de vida por la noche. Las bicis nos aliviaron el esfuerzo de patearlo todo. Es increíble lo práctico que es verse lo principal de una plaza nueva en varias horas a base de pedal. Bueno, y a base de crêpes de espinacas y pollo, o de salmón que nos entonaron lo suficiente para alcanzar la frontera Belga, que está casi al lado, y comprobar con nuestros propios ojos eso que dicen de que las autopistas belgas, iluminadas en toda su extensión las 24 horas (por las nieblas, etc), son la principal fuente luminosa del planeta que se aprecia a simple vista desde las naves en órbita.

Tras sopesar la que menos intranquila nos pareció, al final pusimos el huevo en el aparcamiento del área de Halle, antes de llegar a Bruselas.

5



Antes de marcharnos del lugar, en la tienda de la gasolinera nos hacemos con un mapa actualizado del Benelux con callejeros incluso de poblaciones muy pequeñas. Y esto es una práctica común que no está mal observar en los viajes: por muy especializada que esté esa librería cartográfica que tenemos en nuestra zona, casi nunca tendrán la variada oferta del vendedor local. Que, además, tiene mejores precios.

En Bruselas estacionamos para todo el día en la zona residencial más cercana al Atomium. Como era sábado, vimos dos bodas de novios turcos (etnia muy abundante en Bélgica), en coches descapotables seguidos de un largísimo convoy de vociferantes y claxoneantes amigotes arrastrando de los parachoques todo tipo de cosas de las que hacen ruido. Nos recordó el gag de Miguel Gila, …si no aguantan una broma, que se vayan del pueblo…

Tras recorrer el destartalado interior del enorme cristal de hierro ciento sesenta y cinco mil millones [sic] de veces mayor que el átomo original,



en un soleado banco a sus pies nos montamos el pic-nic cuyas calorías nos impulsaron luego con las bicicletas hasta el bullicioso centro de la capital de Europa pasando por el estadio Heysel, tristemente conocido por los sucesos del 29 de mayo de 1985 en que una avalancha de aficionados en los prolegómenos de la final de la Copa de Europa de fútbol entre el Liverpool FC y la Juventus FC acabó con 39 muertos y 600 heridos.



Después de exprimir los placeres más urbanos, volvimos al coche para ir a visitar en el 1110 del bulevar Leopold III, el Cuartel General de la OTAN. Por fuera, claro. Que esa gente no deja entrar a cualquiera…

Y luego en un área arbolada de la autopista A1 cenamos, y dejamos el café para una coqueta terraza de Amberes en cuya barandilla atamos con toda tranquilidad las bicis, como tantos otros cientos de usuarios, que por aquí ya son legión.

Un paseo por los floridos miradores fluviales del Schelde



y la vuelta al Stadspark, donde habíamos aparcado la casita con ruedas, consumieron la estancia y prologaron la de Rotterdam, ya en los Países Bajos, el mayor puerto de mar del mundo después del de Singapur.

Al atravesar el barrio con más marcha, veíamos que a la gente le hacía mucha gracia la disposición que teníamos en España de llevar las bicis en el techo, como única permitida antes de la reforma del Reglamento General de Circulación. En esta parte de Europa, incluida Francia, hacía mucho tiempo que estaba regulada la colocación trasera o sobre la bola del remolque, aunque excediera del 10 ó 15 % de la longitud del vehículo.

A remolque solemos ir del progreso, incluso en esto.

La noche del sábado dio muchísimo de sí, como no podía ser menos en esta ciudad portuaria tan abierta, cosmopolita y puntito canalla de más de 600 000 habitantes.

El cansancio del guerrero lo reposamos en un lugar bastante interesante para campear,





el parque del céntrico Museo Boijmans, muy umbrío y con vistas al célebre puente Erasmo, con cuya impresionante estampa delante cerramos los ojos.





6



Camino de La Haya tenemos algunas conversaciones por teléfono con nuestras familias y amigos en relación con una triste pérdida personal de nuestro entorno. La vida suele dar estas sorpresas desagradables en cualquier momento.

En una de las áreas del trayecto hago la reposición del hielo por el sencillo método de comprarlo en un restaurante. Por aquí ya es una entelequia que se venda en las gasolineras. En los Mc Donalds y asimilados te lo regalan siempre sin problemas, en los bufés de carretera suele haber una máquina de ésas con puerta tipo lavavajillas y una pala de cocina, como las de servirse frutos secos o chucherías, y puedes ponerte lo que quieras. Cuando íbamos a pagarlo, el camarero holandés, sorprendentemente parecido a su mediático y agraciado compatriota Mark van der Loo,



nos vaciló un poco preguntándonos si éramos clientes… y luego con carita de ángel nos dijo que el precio era una sonrisa… será por eso que dicen que los neerlandeses saben vender muy bien desde tiempos de la Liga Hanseática

–May I buy some ice cubes?
–Are you guesting the restaurant?
–No. But, what is the price?
–Mmmm… A smile… Here you are…


¡Qué gente tan maja!

Viniendo de familia con muchos ferroviarios, suelo dar el tostón visitando la arquitectura de las grandes estaciones cuando cuadra. Y la de La Haya lo es. Allí mismo, al lado, además hay uno de esos parques afables, con lagos y patitos bulímicos que se comieron todos los trocitos de pan que ya no maridaban con la pechuga de pavo.

Un largísimo carril-bici nos llevó de seguido, primero a la sede del Tribunal Penal Internacional



donde juzgan, entre otros, los delitos de genocidio o contra los derechos humanos cometidos por gobernantes sin escrúpulos, algunos de los cuales consiguen, no obstante, morir en la cama… y, más adelante todavía, a la enorme playa de la ciudad, Scheveningen,



que se divisa tras superar la gran duna costera que protege de forma natural las tierras bajas de los embates del Mar del Norte.

Un poco más de esfuerzo y nos pusimos a las puertas de Amsterdam.

Que es una ciudad imposible de definir del todo. Meca de todo. Paraíso de todo, en especial de las libertades y la tolerancia universal. Cualquier ambiente, cualquier tendencia, cualquier expectativa tiene cabida, desarrollo y culmen en esta ciudad de ciudades. Busques lo que busques, lo tienes en Amsterdam. Por eso es tan deseada, tan visitada, tan transitada. Y por eso es tan imposible aparcar en ella.

Imaginad la calle más apartada de vuestra ciudad. Sí, sí: donde no llega el autobús, donde linda con unos descampados, en el barrio más degradado. Imaginad un polígono industrial de las afueras, sin viviendas cercanas. Bueno, pues en sus equivalentes de la capital financiera y virtual de Holanda, hay parquímetros. Y señores que pasan poniendo multas y cepos. No se libra ni dios.

Excepto si uno mira más en profundidad y descubre el Polígono Isolatorweg, junto al enlace S102 de la circunvalación.

La alternativa perfecta a pagar casi 600 [sic] pesetas cada hora. Con sombras, con vigilancia, con paz para dormir. Es nuestro furgoperfecto cuando pasamos por allí. Y los políticos no lo han modificado todavía. A lo mejor no se han dado cuenta…



Pues eso… allí dejamos el coche con toda tranquilidad, bajamos las máquinas y por carriles-bici fantásticos (algunas veces ¡tipo autovía, con dos carriles en cada sentido!), aparecimos en el centro en escasos diez minutos, con esa sensación de libertad… como si vivieras allí… con todo a mano… sintiéndote uno más, porque en Amsterdam pasa lo que en muchos sitios multiétnicos de Madrid o Nueva York: si estás allí, ya eres de allí.

Concretamente lo primero que hicimos fue ir a comprobar, porque siempre nos ha costado creerlo, cómo es en la distancia corta el célebre aparcamiento de bicicletas de tres pisos de la Centraal Station: Una verdadera pasada.



Y después a rodar por los canales:



En uno en concreto os vamos a hacer una recomendación. ¿Os gustaría comer en algún viaje a Amsterdam en un sitio fino, en el canal más céntrico, en uno de los hoteles de cinco estrellas más selectos (clientes como Madonna o Michael Jackson han pasado por allí) pero donde no exigen ninguna etiqueta, con una atención exquisita, con comida a la vez abundante y creativa, pero sin embargo –para estar en una de las grandes urbes de Occidente– a un precio moderadísimo? Pues éste es el sitio: el Café Roux (conviene reservar). Y, además, el maître es de Málaga.



Nos dieron las siete de la mañana entre la cena y todo lo demás… y, con el frescor húmedo del alba, volvimos con las bicis al polígono donde nos esperaba tal y como lo dejamos ese trozo de acero que quince años antes había sido fabricado en la FASA de Valladolid.

Sólo hubo fuerzas para tomar la autopista hacia el gran dique del que se hablará más tarde. En una de las áreas previas nos acostamos, pero antes de dormirnos vino la policía a asomarse por las ventanillas, sin pudor. Como no nos vieron muy peligrosos, nos dejaron en paz.

7





El nombre lo dice todo: Afsluitdijk, en holandés, significa dique que cierra. O lo que es lo mismo, una muralla artificial de 32 km de longitud que evita que el agua del Mar de Wadden, un entrante del Mar del Norte, inunde el lago IJsselmeer, con lo que puede procederse poco a poco a su desecación, como ha sucedido históricamente en otros polder de los Países Bajos.

Nos impresionó un montón recorrer esta maravilla de la ingeniería marítima. Uno puede detenerse en varios puntos con áreas de descanso para ver las esclusas y las diferencias de nivel entre ambos mares (el de Wadden siempre superior, sobre todo con mareas vivas cuando se suma la atracción de la Luna).

En una de esas áreas paramos a comer ya entrada la tarde. Y el postre, sentados en terraza –y la compra del día– fueron en la universitaria Gröningen,



donde no encontramos la lavandería que buscamos por más vueltas que dimos con las de dos ruedas.

Entre Bremen y Hamburgo,



ya en Alemania, fuimos surtiéndonos de mapas zonales y calmamos los institntos de supervivencia más de cuchara. Y por fin en una comisaría de la segunda nos indicaron una lavandería automática. Tras conocerla, nos acostamos rendidos de una etapa tan larga en el Stadtpark.

8



En el que, bien entrada la mañana, nos despertamos con el bullicio.



Pasamos un día agradable y soleado de allá para acá sobre dos ruedas. Comimos al borde del lago más interior, el Binnenalster, como vagabundos felices, gozando del ambiente de la ciudad, que en verano se echa entera a la calle. Que el invierno aquí es muy largo.

Luego volvimos al punto de partida y, nada más lavar a fondo el Renault 21, bicis incluídas, zarpamos para Kiel, más al norte, referente de otra gran obra de ingeniería, el canal



de casi cien kilómetros que une los mares Báltico y del Norte para evitar la costosa circunnavegación de toda Dinamarca.

Por esa atracción incomprensible que tenemos los seres humanos de extasiarnos cuando tenemos masas de agua delante, nos cenamos lo que nos quedaba por la despensa en el embarcadero de recreo del pequeño lago del parque Schreven-Teich junto a un pacífico grupo de chavales que hacían un modélico botellón, ya muy escandinavo, con velitas por el suelo y sin dar muchas voces. Por el ambiente más mosquitos de los deseados… Tras las ventanas de algunas casas próximas latía la vida a la hora de la cena… Nos dio una sana envidia de no estar a la mesa de alguna de ellas…

Rematamos la jornada por la zona peatonal y el puerto perdiéndonos con nuestras baratas bicis del Carrefour.

No dejamos que amaneciese del todo, pero casi. Llegando a la localidad danesa de Odense, la bruma densa cubría los campos, en plan fantasmagórico, casi transilvano, de no haber sido un sitio tan plano. En uno de los bosques de las afueras de la ciudad, sin salir del coche para no ser pasto de espiritrompas ávidas de sangre (normalmente cuando viajan dos personas siempre le pican a una más que a otra…), quedamos profundamente sobaos.

9



Uno de los principales inconvenientes del buen tiempo son los bichitos voladores. Para evitarlos al mismo tiempo que minimizamos la condensación interior al dormir, y desde luego para la ventilación ordinaria, usamos este tipo de cortina



que no es más que una moqueta doble, con la forma del lado interior del cristal, cuya plantilla hemos sacado con una cartulina. En ambas piezas se recorta un rectángulo horizontal coincidente largo y estrecho. Y, antes de pegarlas entre sí con cola de contacto, se pone dentro otro rectángulo, un poco mayor, de tela mosquitera.

Así queda prisionera e inamovible, dentro de esta cortina opaca y semirrígida que permite incluso abrir un poco la ventanilla tintada (imagen inferior) para faciliar la entrada de aire sin miradas indiscretas.

En los despertares por la mañana, cuando en el coche se ha acumulado ya un poco de calor (sobre todo si no se está a la sombra), este método alivia muchísimo porque se establece una corriente fresquita entre las dos oquedades.

En tales circunstancias nos desayunamos aquel día antes de buscar otra lavandería para lo que nos quedó del anterior. Y encontramos ésta en una esquina cerca de la carretera de travesía:



¿Alguno de vosotros intuiría que la palabra tørretumblere significa centrifugar y vaskemaskine es una lavadora? ¿Os hacéis cargo de nuestra zozobra espiritual, ropa sucia y monedas en mano, para enfrentarnos por primera vez con una lavandería danesa?

Suerte que una chavala llegaba con su bici y nos explicó en inglés mientras despachaba la ropa lo necesario para familiarizarnos.

Luego nos echaron de comer en el Mc Donalds del centro, nos embutimos unos helados con espectaculares toppings derramados por encima, y fuimos enseguida a ver la casa del cuentista más famoso del país. ¿A quién no le han contado de pequeño el del Patito Feo? Pues lo escribió su más ilustre vecino Hans Christian Andersen.

Que, como suele pasar, no es profeta en su tierra. Porque, al peguntarle por dónde se iba a la que hacía la colada, nos hizo un gesto de aburrimiento poniéndose la mano en la boca abierta y separandola un poco alternativamente mientras articulaba un bostezo imaginario.

Un largo puente colgante, que anuncia, con ser él ya bastante espectacular, el que se describe más abajo, nos llevó de la isla en donde está incardinada Odense, hasta la de Copenhague a cuyas afueras estacionamos. Con bici nos recorrimos primero un ciber, algunas compras en tiendas de conveniencia (Seven eleven), el centro –no excesivamente deslumbrante–, café y pasteles junto al palacio real, un paseo por el parque Ørsteds… y la minúscula y mal contextuada Sirenita, no por ridícula menos frecuentada. Aunque la gente no suele inmortalizarla con esas horribles naves portuarias de fondo.



Y en unos minutos cumplimos un largo sueño concebido hace meses… llegar a Escandinavia sin ferry.

En realidad fue ese impulso final que nos decidió a acometer este viaje. Si nos hubiésemos dado la vuelta aquí, ya hubiéramos tenido las expectativas cumplidas. Estábamos en el Öresundsbron, previo pago de algo más de ¡mil durillos! de peaje.



Todavía no había pasado un año completo (fue el primero de julio de 2000) desde que los soberanos reinantes Margarita de Dinamarca y Carlos Gustavo de Suecia se dieran la mano en el centro de este colosal ingenio cuyas proporciones asustan a cualquiera: una autopista y un ferrocarril de vía doble de dieciséis kilómetros de largo que atraviesa el estrecho de Øresund a una altura máxima de 57 metros de la superficie marina y con un vano central, atirantado por cables, de casi medio kilómetro de luz, y con pilares que suben hasta los 204 metros.

Una barbaridad que no se cree hasta que no se siente el viento en la cara allí mismo.

Sale uno de Copenhague, se sumerje en un túnel de tres kilómetros y medio (para que pasen por encima los barcos muy altos) y emerge de nuevo en una isla artificial que es el verdadero arranque del puente. Cuando acabas de atravesarlo, ya en Malmö, está el peaje y, en nuestro caso, un policía sueco muy simpático que nos pregunto literalmente qué hacíamos allí.

– Queremos conocer Noruega– bastó para que nos dejara pasar sin más historias.

Aunque eran como las cuatro de la mañana, parecían ya las nueve por la elevada latitud y por el mes del año. Aunque no conseguiríamos llegar hasta el círculo polar ártico en cuyas inmediaciones ya puede verse el sol de medianoche durante la mayor parte de la temporada que rodea el solsticio de verano, sí pudimos comprobar el curioso fenómeno del alba de medianoche. Es decir, no llega a hacerse completamente la oscuridad sino que al menos hay siempre esa cantidad de luz característica de la hora anterior al amanecer. Luego en invierno se fastidian y les pasa justo lo contrario: que casi no ven la luz en todo el día.

Con estas fotopeculiaridades nos fuimos a dormir, tras comentar nuestra posición a los más allegados por teléfono, en el primer aparcamiento posible de la carretera.

10



Los suecos son gente peculiar. Igual que es muchas veces difícil de entender su cine, es costoso acostumbrarse a conducir en sus carreteras, la mayoría de un carril por sentido, entre otras cosas porque tienen poco tráfico y no hace falta más.



Normalmente existe una plataforma ancha con dos arcenes cuyas marcas longitudinales son siempre discontinuas. Además se circula con la luz de cruce todo el día. Pero lo más curioso de todo es el modo de adelantar, que se estila también en otros lugares como Lituania o Portugal: el precepto del código que dice que hay que facilitar el ser adelantados se lo toman al pie de la letra.

Cuando un vehículo se te acerca con clara intención de hacer esa maniobra (se te pega al culo) hay que meterse casi completamente al arcén (por eso se separa con discontinuas) mientras eres adelantado. Sin importar, por supuesto, que esté sucediendo lo mismo en el sentido contrario. Y se junten cuatro coches a la vez, por poner un ejemplo. Lo vimos en directo varias veces.

En Portugal es lo mismo, pero a casi nadie le importa cómo sean las rayas del suelo. Glups.

Una vez aseados y comprados unos mapas, con este estilo de conducción nos acercamos al supermercado de Markaryd donde hicimos la compra grande de comida y bazar, en la carretera de Estocolmo. En el área de Lagan comimos; pasamos la tarde de viaje en esta larga etapa; cenamos en otra con Mc Donalds y, por fin, avistamos la capital. Que nos recorrimos a pedal de cabo a rabo parando en un montón de atracciones como el Ayuntamiento o el Palacio Real,



y acabando en el centro más futurista donde hicimos fotos malas como ésta:



No nos perdonamos no haber ido a ver el Konserthuset, donde cada diez de diciembre se entregan los Premios Nobel (excepto el de la Paz, que se concede en Oslo), sencillamente porque no lo sabíamos. Da un poco de rabia

De allí hasta muy cerca de la capital universitaria de Suecia, Uppsala. En el aparcamiento de uno de sus centros comerciales nos acostamos bajo las frondosas y bajas ramas de un árbol lleno de hormigas. Bueno, lo de las hormigas lo supimos al despertarnos cuando una embajada de ellas empezó a venir a saludarnos dentro del habitáculo… habian conseguido colarse por alguna rama que tocaba las bicicletas

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Cumplida la limpieza personal y, en esta ocasión, el fumigado completo del coche, nos acercamos mucho más al centro, junto al canal. Desde allí exploramos muy cómodamente la universidad,



la catedral



y la oficina de Correos para mandar unas postales a los nuestros desde esta ciudad tan similar a la vieja Salamanca estudiantil.

Y por delante una larguísima etapa



bordeando por el norte el inmenso Lago Vänern (casi la superficie de toda la provincia de Alicante). En ese recorrido nos dio tiempo a todo: Comer en un área con vistas a este mar interior; tomarnos el postre en otra con Mc Donalds (ya sabéis, esos helados baratitos…); cenar en otra donde vimos un lapón loco, o sea, un señor tipo vagabundo de los que hablan solos, y con rasgos faciales de ser de Laponia; repostar y comprar más mapas ya a las puertas de Oslo

Un poco de placeres por la capital que se pronuncia y escribe igual en casi todos los idiomas, y a las cinco de la mañana, por supuesto completamente de día, a dormir tras darle una visita panorámica en coche.

Una tranquila área de descanso de la E16, la carretera de Bergen, nos sirvió para dormir.

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Esta fugaz excursión, monográfica de fiordos, transcurrió por paisajes indescriptibles. Es donde más fotografías tomamos de todo el recorrido.

El campo al principio constaba de bonitos bosques y praderas, muchas veces cubiertas de flores,



áreas de descanso (comimos en una de ellas) con techitos de cuento,



e iglesias de madera,



alguna de las cuales, como ésta del siglo XII en Borgund, son verdaderas joyas arquitectónicas.



Por el camino, jalonado de pretiles bionda con mástiles también de madera



que superan nuestras viejas discusiones sobre lesiones a motoristas entre el perfil metálico en I o en C, una sucesión de estampas inolvidables como este embarcadero con el techo de hierba





o cascadas de todos los tamaños.





Como si fuera un paisaje lacustre escocés.



Detrás de cada túnel, en alguno de los cuales nos metimos destrangis



con las bicis para hacerle fotos a los escasos coches, aparecía un universo cada vez mejor, con cruceros de turistas (se ve uno ahí al fondo) por profundos valles hundidos llenos de agua del mar, a veces adentrados hasta ¡200 km! desde la costa.



En algunas casas, como objeto decorativo de los jardines, se ponen muñecos de tamaño humano que desde lejos parecen gente normal,



y en las ventanas de muchas viviendas hay siempre (aunque no sea navidad) una pequeña lucecita o vela encendida tras los cristales. Es una gozada de detalles…

Ésta es la foto más septentrional que hemos hecho nunca. La tomé en el Fiordo Sogne (de Los Sueños, literal y justamente):



En este preciso momento llegamos al ecuador del viaje con esa pena de empezar a volver… Nos abrazamos (la foto que nos hicimos con el automático no la pongo, que es un poco empalagosa), tomamos una pequeña piedra del camino por el que nos habíamos alejado con las bicis… y hoy la tenemos en un sitio destacado en casa, como recuerdo de aquel lugar mágico.

Y mágico también iba a ser el tránsito de veinticuatro kilómetros y medio por el Laerdalstunnelen, también recién acabado el año anterior, por el que reemprendimos el descenso de nuevo hacia Oslo. De repente, sin sospecharlo, nos habíamos metido nosotros solos (ni un solo coche pasó a esas horas en ninguno de los dos sentidos) nada menos que en el tubo carretero más largo del mundo.



La sensación no es de agobio, sino de terror. Contribuyen a ello los numerosos carteles que te indican: le quedan 23 km para la salida… le quedan 22 km… le quedan 21…

A 5 km de cada boca, y también en el centro (foto superior), hay sendas cámaras de inversión de giro, abovedadas en la roca, para que en caso de problemas puedan maniobrar los vehículos pesados.

Y claro, cuando no lo sabes, como en nuestro caso, esa luz azulada te parece lo más raro que has visto nunca acercarse cada vez más en el interior de un túnel. Y sucede tres veces…



> Ver video

Para haceros una idea más plástica, imaginad el túnel de Viella (5173 m), estrecho y claustrofóbico… pues sólo un poco mejor es el de Laerdal. Y además, tras recorrer esa distancia sólo habríamos llegado a la primera de las cámaras, nos quedaría entonces más del doble para llegar apenas a la mitad del recorrido… no es apto para todos los públicos.

Cuando acabamos de pasarlo sería la una de la madrugada. Pero mirad qué luz había en el cielo. Eso es el alba de medianoche que dijimos antes…



Cenamos a esas horas intempestivas, cambiamos el aceite mineral al coche cerca de Gol, en una gasolinera provista de contenedores ecológicos (lo solía hacer cada 4500 km) porque ya le tocaba desde que salimos de casa, y allí mismo nos acostamos pesarosos de no haber aprovechado este inventito



que habíamos visto por la tarde hacía unos 100 km, cerca de una de las cascadas que se han mostrado antes. Pero, aunque estaba en una finca medio abandonada y abierta, no nos quisimos exponer a algún problema legal si nos pillaban metidos en harina en un sitio privado. Preferí tirarme debajo del coche, pero en un sitio permitido. Que las leyes noruegas son como las suizas: Te pueden joder las vacaciones en un segundo.

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Hecho un desayuno-comida rápido en otro área de descanso, ya muy cerca de Oslo, entramos en la capital viendo un poco todo lo que nos habíamos dejado al pasar hacía dos días: el Palacio Real donde vive la Mette-Marit,



la Catedral,



o una cosa que os resultará muy familiar a todos los canarios: una calle dedicada al multimillonario industrial naviero noruego propietario de la línea de ferries interinsular Fred Olsen.





En Bella Italia, una pizzería desenfadada y muy frecuentada por gente de nuestra edad, nos atendió un chico chileno con el que agradecimos comunicarnos en la lengua de Cervantes, aunque con esa facilidad que tienen en el Cono Sur para no encontrar la medida justa del discurso, nos soltó –sin pedírsela– una perorata antiglobalización, muy cierta pero muy dilatada…

No en vano estaban muy recientes –de un par de semanas antes– las 500 detenciones que practicó en Göteborg la policía sueca el 15 de junio de 2001 contra los 20000 manifestantes que protestaban a propósito de la Cumbre sobre Desarrollo Sostenible entre la Unión Europea y los Estados Unidos de América. Recordaréis el triste final del Mc Donalds de la ciudad…

En otro área más de descanso, muy cerca ya de Gotemburgo, que es como la llamamos en castellano, nos entró el sueño y dejamos la batalla por unas horas.

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Los jardineros que cuidaban del aparcamiento nos despertaron con la serenata de sus cortadoras de césped. Y además nos llamaron la atención, unos instantes antes de abandonar el lugar, porque teníamos el motor encendido más de dos o tres minutos mientras nos preparábamos…

Nos dieron en la oficina de turismo, plantada en medio de la zona de merenderos, unos planos de la ciudad e informaciones muy útiles para sacarle provecho a la visita.

El impacto de tanta conciencia medioambiental nos hizo olvidar un pequeño detalle: cerrar bien el cofre portaequipajes antes de arrancar. Donde, además de los maletines de plástico con la impedimenta, iba la fruta fresca.

Menos mal que unos centenares de metros después del pasar el carril de aceleración de la autopista, un coche que nos seguía nos avisó… pero para entonces el arcén sueco estaba ya sembrado de nuestros melocotones y naranjas y otros objetos que tuve que recoger apresuradamente… antes de que siguieran rodando por la calzada… ¡qué situación!

Después dimos un buen paseo panorámico con el coche por los alrededores de la ciudad: Vimos el auditorio Scandinavium donde se celebró la XXX edición del Festival de la Canción de Eurovisión. Allí mandaron a Paloma San Basilio con su tema La fiesta terminó, que quedó en un triste 14º lugar.

Y luego decidimos aparcar para movernos con las bicis en un lugar que nos pareció seguro: al lado de la garita de enclavamientos del final de la playa de vías de la estación de ferrocarril. El ferroviario estaba dentro y su coche aparcado debajo. ¿Qué mejor lugar, aunque un poco solitario?

El malogrado Mc Donalds del complejo comercial Norden todavía tenía las huellas de la batalla campal del 15 de junio en sus cristaleras. Pero estaba funcionando. Así es que allí malcomimos y, helados en mano, fuimos recorriendo las bonitas calles del centro.

Cuando volvimos de nuevo al apartado extremo de la estación, el coche y su funcionario ya no estaban. El nuestro también estaba. Por suerte intacto. Pero al lado dos tíos estaban hurgando en el maletero de un tercer vehículo sacando pequeños objetos del interior de entre los revestimientos de moqueta, herramientas y alguna bolsa. Estaban muy afanados en ello cuando sigilosamente nuestras bicis llegaron al lugar, pasado el mediodía.

Ellos ni se inmutaron. Eran profesionales. Siguieron desvalijando. Luego se fueron caminando tranquilamente con todo el botín dejando el coche sin cerrar. ¡Madre mía!, ¡qué cerca lo tuvimos!

Dudamos si avisar a la policía y tal. Pero ¿quién explica todo eso en sueco o en mal inglés? ¿Quién pierde medio día de vacaciones en algo que ni siquiera sabes si te va a salpicar de algún modo?

–Mejor vámonos por si acaso– fue la solución final.

La tarde que pudo haber transcurrido declarando como buenos ciudadanos en una comisaría, la pasamos en el IKEA local. ¿Qué mejor IKEA que uno de Suecia? Por allí, en una gasolinera y en un supermercado cercanos nos acabamos de gastar las coronas que nos quedaban y, de nuevo a través del costoso puente que une Malmö con Dinamarca, nos plantamos otra vez en Copenhague.

Como el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra, en un barrio de la capital, después de utilizar una gasolinera en la que un coche con matrícula de Málaga pasaba por el autolavado, al salir y dar una curva de 90º, otra vez un melón (que quedó para el arrastre) y varios objetos más se salieron del cofre mal cerrado y quedaron esparcidos por la calle. ¿Podéis ver el estupor en nuestras avergonzadas caras? Esto sólo nos pasa a nosotros… ¡qué bochorno!

Igual que pasa en la Gran Vía de Madrid, donde se inauguró en 1981 el primer Mc Donalds (en el tramo entre Callao y Pza. España), en Copenhague tienen también el restaurante decano del país. Allí cenamos y retrocedimos después de pasar otro rato por la urbe hacia Odense. Unos 80 km antes de llegar, nos acostamos.

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Tras asearnos en el área de descanso, como ya le habíamos cogido el punto a la lavandería el día de la ida, aprovechamos para repasar la ropa grande (toallas, sábanas…) y los encantadores dulces que se ofrecían por los escaparates.

Ya en Hamburgo, adonde conseguimos llegar después de hacernos la comida en un soleado merendero de la autopista, nos distendimos por las calles del centro. Cuando hace poco que has estado en una ciudad, como nos pasó aquí, parece que has ido un montón de veces, las cosas te suenan, casi como si fueras de allí de toda la vida. Recuerdas dónde dan buen y mal café, dónde las tartas son más ricas, qué barrios no te convienen…

Hasta bien entrada la madrugada nos afanamos en aprovechar que la vida son dos días. Volvimos en bici a la calle donde habíamos estacionado, muy cerca de la explanada donde actuaba esa noche el célebre Cirque du Soleil, que gasta un espectacular montaje, como ya sabréis.

Camino de la capital del país, cenamos en un aparcamiento de la autopista, vimos el pavoroso incendio de un camión en la calzada contraria (ya asistido por los servicios de emergencia), y nos acostamos cerca de Berlín.

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Con otra plaga bíblica de bichitos de seis patas que nos cayeron por la noche de un árbol pagamos el precio de amanecer a la sombra, pero los eliminamos con facilidad antes de ponernos a comer pasada la circunvalación de Berlín, donde compramos un mapa de Polonia que nos sirvió hasta el viaje que hicimos en 2006. De allí fuimos por Frankfurt del Oder hasta la colapsada frontera polaca



donde nos tocó esperar casi cuarenta minutos antes de sellar el pasaporte.

En el Intermerca de Slubice hicimos una compra baratísima pagada con tarjeta porque no habíamos comprado Zlotys polacos. A la puerta, varios pedigüeños mendigaban un poco de ayuda a los clientes que pasábamos.

Nuestro primer encuentro con la lengua en los botes de comida de los estantes nos confirmó que todo es casi igual en todas partes, pero escrito un poco distinto. Nada más.

Al continuar hacia la histórica localidad de Kostrzyn, también en la frontera germano-polaca, pero más al norte, hicimos un giro hacia una calle que no era la correcta. Entonces dimos la vuelta –imagino– infringiendo alguna norma y la policía que venía en sentido contrario debió de pensar que la queríamos eludir o algo así y nos persiguió con gran revuelo de sirenas. Al adelantarnos, el que iba a la derecha sacó una paletina de plástico que ofrecía hacia nosotros un punto rojo muy gordo. Así es que nos paramos.

Luego nos echaron una bronca en polaco y les explicamos en inglés y por señas adónde queríamos ir. Les debimos de inspirar algo positivo porque nos fuimos de rositas con el mismo saldo en la cuenta.

Vueltos a Alemania, de nuevo hacia Berlín, cenamos en un aparcamiento extrañamente lleno de abejorros. En la extensa conurbación, que ocupa un enorme círculo de 30 km de radio, dimos una larga visita panorámica antes de acostarnos en un rincón del Tiergarten, el enorme y céntrico pulmón de la ciudad.



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Berlín es imposible de ver en dos días. Así es que toca vista general. En otra ocasión ya profundizaremos más.

Como primera providencia, nos dimos un buen paseo en bici al barrio de Charlotenburgo y comimos sentados en la hierba de los jardines del palacio.



Y luego una visita al parlamento alemán, el Reichstag,



que estaba recién reinaugurado tras la reforma que en 1999 le había hecho el prestigioso estudio Foster&Partners. Lo más impresionante, tras subir en un ascensor transparente



es la cúpula, desde la que se ve cenitalmente el graderío de los diputados, compuesta de un sistema de espejos



y una doble rampa en espiral



para subir y bajar de la parte más alta sin solución de continuidad.

Un poco más allá, pasando una Puerta de Brandenburgo completamente tapada por reformas (y con las columnas metafóricamente juntas),



nos subimos a este globo aerostático atirantado. Es decir, no era un vuelo completamente libre



sino sujeto por un cable de acero.



Una vez se agotaba el tiempo de vuelo, un potente motor asociado a un torno retraía el cable hasta que el chisme volvía a bajar.

Lo interesante de esta atracción turística son las extraordinarias vistas de la ciudad, que es completamente plana. Puede verse en primer término el Ministerio de Hacienda y la explanada (abajo a la izquierda) donde estuvo antes de su desmantelamiento el búnker de la Cancillería donde se suicidó Hitler el 30 de abril de 1945 cuando las tropas rusas estaban ya a 300 m del lugar durante el asalto final a la capital.



Y un poco más allá, la zona del parlamento que acabábamos de visitar.



También puede divisarse todo el antiguo Berlín Este, en donde está la torre de la televisión



y las obras del Edificio Sony.



En el 11 de Martin-Luther-strasse, cuando ya nos cansamos de ir de punta a punta de los barrios, nos enfrentamos victoriosos a los saciantes menús italianos y a las birras de la Pizzería Santo Spirito, en la que además eran muy amables.

Al salir de la ciudad por la larguísima avenida Bismarckstrasse, paramos en un cajero automático de Sparkasse a por efectivo. No nos dio en dos ocasiones los 40 marcos que le pedíamos. Y además no nos entregó recibo escrito (sí por pantalla) de que la operación se había anulado. Probamos con otra tarjeta y sí hubo éxito.

Como aquello me olió a chamusquina, tomé nota del nombre del banco, la dirección y la hora. Y lo agradecí al volver a casa, porque en los extractos me habían cargado tres veces la operación (¡y se quedan tan anchos!). Hubo que abrir un expediente internacional de cargos disputados en el banco del barrio y, al cabo de varios meses, me lo devolvieron sin pedir perdón ni nada. Ellos son así…

Al llegar a la circunvalación de la autopista A9 a su paso por Leipzig, no pudimos más y nos retiramos.

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Los magníficos baños del área de servicio nos sirvieron perfectamente para el aseo y en otra, ya de la A5, paramos a comer bajo unos cómodos techitos. Durante uno de los repostajes avanzando hacia Frankfurt am Main (la urbe financiera de Alemania y sede en breve del Banco Central Europeo) conversamos con unos gallegos afincados en Bizkaia.

Tras aparcar en las afueras, nos lanzamos al centro con las bicis y, casualidades de la vida, que es un pañuelo, saludamos por la calle a un viejo conocido de Bilbao.

El tiempo atmosférico se complica por momentos durante la visita a la ciudad: se siente la bajada de presión, se masca la tormenta (momento de esta instantánea)



y tenemos que salir huyendo, ya bien calados de agua, hasta donde habíamos aparcado.

Un día un poco feo. Estropeado por la lluvia. Cenar en otra parada de la autopista y dormir un poco más adelante, camino de la antigua capital federal, Bonn, cuna de Beethoven.

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El área de servicio donde habíamos dormido tenía un atractivo bufé lleno de salchichas. ¿Y dónde mejor que aquí para probarlas? Pues eso: comimos cómodamente y aprendimos una lección: cuando uno aparca de forma que hay que salir marcha atrás, es mejor recordar qué hay detrás.

No hace falta explicar adónde fue a parar la farola que había justo al lado del maletero… Con lo que duelen los palos de chapa cuando estimas un poco tu bólido, aunque sea corrientito…

Con la pena en el alma y el bollo en la carrocería, nos hacemos clientes, con varios vecinos jóvenes más que andaban a lo mismo, de la lavandería



que hay nada más entrar a Bonn por la calle Reuterstrasse, junto al enlace 7 de la autopista de circunvalación A565, en el barrio de Poppelsdorf. Es tradicional que estos establecimientos suelan estar haciendo esquina. Y éste lo estaba.

En cuanto lavamos y secamos en el propio local nos acercamos a Colonia, que está a tiro de piedra. Es la ciudad con más marcha del país. Y en tema de libertades, apertura y vanguardia, es como un Amsterdam a la alemana.

Además es un lugar muy bonito.



En un concurrido local nos quitaron 100 DM al descuido. Pero no fue nada que no pudiera remediarse. En su consecuencia, cenamos baratito en el Mc Donalds en vez de en otro sitio y planchamos más tarde la oreja en la autopista que lleva hacia Luxemburgo para olvidarnos de la pena.

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Yendo hacia el Gran Ducado, está Trier, o Treveris como también se la conoce. Célebre sobre todo por la magnífica puerta de su muralla romana: la Porta Nigra,



que nos recorrimos junto a su pujante comercio con las bicicletas, antes de volver a la carretera a comer en un simpático bufé.

Ya en la capital vimos por primera vez en un escaparate un dispensador de monedas para tiendas con el formato de los futuros euros. Nada de extrañar en un sitio volcado con todo lo que huela a dinero. Bueno, de hecho, paseando por el elegante barrio de las embajadas, vimos un despacho de abogados o algo así cuya placa dorada decía: fulanito de tal, Administrador de Fortunas. Acojonante la pasta que debe de moverse por aquí…

Hicimos un poco el indio, como veis, metiéndonos en los jardines públicos como adolescentes de excursión con el instituto



y vimos una exposición al aire libre de vacas doradas



Luego, en un apartado rincón de la ciudad encontramos gracias a la Guía Roja un restaurante llamado La Cascade, hoy ya desaparecido, en el que estuvieron muy ricos tanto el pato como un risotto de setas.

Compramos algunos accesorios curiosos para el coche en la última gasolinera, para gastar los francos belgas (de curso legal también en Luxemburgo), y pasamos de nuevo a la Alsacia-Lorena francesa para dormir en una estupenda zona sombreada de la autopista a la altura de Metz.

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No sé por qué, pero dormimos como nunca esa noche. Con mucha paz, sin calor por la mañana, sin sobresaltos…

En el hipermercado Cora de Verdun, cadena que pasa por ser probablemente la de mejor relación calidad-precio de Francia, hicimos la compra grande de la que descontamos la comida en la siguiente zona de descanso de la autopista A4 que se dirige hacia el Oeste en dirección a Reims, antes de llegar a la cual cumplimos con el rito de la siesta.

Paseamos en bici los alrededores de su catedral, una de las de más académico estilo gótico francés.



Hacía mucho calor y las calles lucían desiertas, para ser un foco turístico de primer orden. Pero el templo es realmente muy bello. A sus pies escribimos alguna postal más a los amigos…

Al filo de la noche, entramos en París y nos duchamos gratuitamente en uno de sus cinco albergues de juventud (el D’Artagnan, en el 80 de la rue Vitruve) utilizando una picaresca muy habitual: entrar directamente en las duchas colectivas de cualquier planta del establecimiento, que estaba saturado de clientes. No te pillan nunca. Es imposible con tanta gente mochilera entrando y saliendo a todas horas, en habitaciones múltiples y de tantas nacionalidades y edades… pero si te dijeran algo, basta enseñar tu carné de alberguista (nosotros lo llevábamos por si acaso) y registrarte.

Tampoco les haces mucho trastorno… por dos duchas más entre las dos mil o más que se celebran cada día en un establecimiento tan enorme, no supone mucho…

Están perfectamente preparadas para esta técnica. Pasas al área de duchas y ves que cada cabina individual tiene una puerta de acceso, que cierras tras de ti. Una vez allí es como un compartimento doble: La mitad más cercana a la puerta es la zona seca, donde dejas tu mochila y toalla y te cambias de ropa y calzado. La otra mitad es el plato de ducha propiamente dicho. La discreción es absoluta.

Como en esa calle aparcar bien es un fenómeno paranormal, pues hicimos la cosa en dos fases. Primero uno se ducha mientras otro guarda el coche. Y luego la segunda parte al revés.

Así es que aseados como pinceles nuevos, con un montón de hormonas de la felicidad segregadas de forma natural en el torrente sanguíneo, aparcamos junto al céntrico Pont Marie sobre el Sena. En lunes es una cosa facilísima. Y las bicis a echar humo por la Ciudad de la Luz

Hicimos un montón de cosas. En París hay mucho que hacer en todos los órdenes… Pero una de las menos corrientes fue irnos a la puerta trasera del Hotel Ritz, la que sale a la rue Cambon en lugar de a la place Vendôme, y hacer con las bicis exactamente el mismo y fatal recorrido que realizaron en su Mercedes-Benz S500 aquella noche del 31 de agosto de 1997 la princesa Diana de Gales, su novio Dodi Al-Fayed y los dos guardaespaldas. Como no íbamos a doscientos km/h por los bulevares ni éramos seguidos por paparazzo alguno, tardamos unos quince minutos en llegar hasta el túnel que pasa por debajo de la place d’Alma, casi al lado de la Torre Eiffel. Allí continuaban los desconchados del pilar número 13 donde perdieron la vida tres de ellos.



Sobre la escultura de la plaza que reproduce la llama de la estatua de la libertad de Nueva York –cuyo original está también en París– centenares, miles de papeles con oraciones, velas, recuerdos emocionados, poesías a la figura amable tan querida por muchos…

Y, como pasa algunas veces, los españoles somos los que damos la nota discordante: en una barandilla del puente, justo donde una señal prohibe el paso a peatones por el interior del túnel, una frase poco afortunada escrita con tipp-ex blanco decía: Diana, puta, cómeme el rabo.

De vuelta por los Campos Elíseos, donde en muchos viajes que hacemos a esta ciudad solemos pernoctar en este lugar furgoperfecto,



vimos unos minutos los preparativos que estaban haciendo para los fastos conmemorativos del cercano día 14 de Julio, fiesta nacional de Francia, colocando graderíos, perímetros de seguridad y estudiando los recorridos de la parada militar. Todo grandilocuente, con las grandes perspectivas que existen entre el Arco del Triunfo y la plaza de La Concordia.

Debido a esos cortes de tráfico no pudimos acceder a nuestro nidito habitual en los jardines y nos tuvimos que marchar al no lejano Bois de Boulogne, que es como la Casa de Campo de Madrid, pero en bosque atlántico. Eludimos la zona donde hay más prostitución, para evitar el jaleo de coches y las broncas y nos quedamos en un rincón agradable en cuanto una señora mayor le dio de comer a… qué se yo… unos cincuenta gatitos… su cena del día.

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Cuando, después de las labores domésticas en el bosque, volvimos a pasar por el Arco del Triunfo, donde arde la llama al soldado francés desconocido y lucen los nombres de todas las gestas militares del Imperio,



pudimos comprobar un curioso fenómeno: lo conflictiva que es la plaza Charles de Gaulle, vulgo Étoile, o simplemente la plaza donde está el arco. Resulta que, siendo como es una glorieta, no rige en ella la preferencia general a los que ya están circulando dentro, sino justo al contrario: hay que entrar con decisión porque tienen prioridad los que acceden. Si vacilas, es peor.

Esta duda causa tantos accidentes en la rotonda que las compañías de seguros han suscrito un convenio por el que pagan siempre a medias cualquier siniestro sobrevenido aquí.

Como por la mañana no había cortes de tráficos como la noche anterior en la furgoperfecta avenida Dutuit, pues allí estaba esperandonos nuestro sitio. Donde dejamos bien estacionado el coche y bajamos las bicis que luego nos llevaron al barrio del Louvre, y al Latino (Quartier Latin). En el literario y mítico café Les Deux Magots, donde, como todos los de la ciudad, las gente se sienta sólo mirando a la calle,



nos metimos un buen refrigerio entre pecho y espalda y aprendimos un poco más de francés con la bronca que nos echó el camarero por poner un tobillo sobre la esquina de la silla de enfrente para aliviar la circulación:

Ce n’est pas pour les pieds! (‘¡Eso no es para los pies!’)

También gozamos desde la mesa con un desternillante espectáculo callejero de humor de un mimo que pasaba por allí con su bicicleta.

Luego en el Jardín de las Tullerías vimos la polémica noria panorámica que quiere imitar a la de Londres.

Cuando salimos por las A6/A10 hacia Orleáns, vimos un área de servicio ¡con lavandería! Y, ya llegando a esa ciudad, que llevó a la fama a la que quemaron viva en Rouen, cual billetes viejos, nos retiramos de la circulación.

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En Bourges, la siguiente ciudad importante continuando hacia el sur, comimos sentados en el Jardín del Arzobispo. Y ya en pleno Macizo Central, la única cadena montañosa no fronteriza que salpica la gran llanura francesa, nos detuvimos en Clermont-Ferrand, la ciudad de la marca Michelin donde se originó la saga de fabricantes de neumáticos más célebre de la automoción.

Antes de llegar estuvimos en esta curiosidad geográfica: el área du Centre de la France, en el término de Farges-Allichamps. Es el punto medio equidistante entre todos los extremos territoriales del país. O sea, el lugar más continental de Francia, exactamente en el vértice de este puente sobre la A71:



Tranquilos, que en España tenemos el nuestro: Se trata de la localidad toledana de Nombela, junto a Escalona. Tiene el récord de continentalidad porque se ubica equidistantemente a Comillas (Cantabria) con 372 km, al puerto de València con 364 km, al de Málaga con 372 km y al portugués de Espinho, cerca de Oporto, también con 364 km. Ningún otro espacio de Castilla está más lejos del agua salada…

En la crepería Menhir, en una callejuela del centro, cenamos unas muy ricas hechas, como es tradicional en Francia, con harina de trigo negro o sarrasin. El gusto es característico y el color más oscuro. Merecen la pena.

En un área de la autopista A75, yendo más hacia el Sur, cambiamos de nuevo el aceite y también los filtros al Renault. Lo habíamos comprado todo en el Cora de Verdun dos días antes.

Luego, nos salimos a coger el sueño a la carretera nacional N88, que además de ser más tranquila inicia un atajo hacia Toulouse.

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La paz nos duró hasta media mañana, cuando sonó un teléfono.

Una visita rápida a Rodez y a Carmaux, donde comimos, nos bastó para esforzarnos un poco más y llegar a Toulouse a pasar la tarde disfrutando primero de brioches y pasteles por la zona de la estación de ferrocarril y después por la tranquilidad de la Île du Ramier, de la que conservamos muy buen recuerdo.

Tomando después la autovía que continúa hacia Tarbes nos avecinamos a los pirineos. Y antes de la desviación que sube a Lourdes nos echamos a descansar.

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En ese área de servicio, donde casi pierdo la cartera, hicimos alguna compra menor, nos aseamos y nos preparamos para la sobredosis espiritual que nos esperaba en el pueblo, dentro del cual hay otro gran recinto llamado Ciudad Religiosa. Antes de entrar, un LIDL con autolavado nos vino de perlas para ir sin barro en los bajos.

Con independencia de las respetables motivaciones últimas que llevan a millones de peregrinos, gran parte de ellos enfermos en distintos estadios, cada año a esta pequeña gruta,



lo que es un hecho tangible es que algún distribuidor de velas de parafina se está forrando a juzgar por lo que arde.



Por no hablar de recipientes de plástico de todo tipo que se compran para llevarse las aguas que, al parecer, además de sus componentes minero-medicinales, añaden otros muy beneficiosos pero que la ciencia hasta el momento no ha podido identificar.

Las tiendas de mareante artesanía pía y el ramo de la hostelería y el personal sanitario auxiliar copan el resto del empleo en esta diminuta localidad de sólo 15000 habitantes a la que le tocó la lotería el 11 de febrero de 1858 cuando a una pastora llamada Bernadette Soubirous, siempre según su versión, se le apareció varias veces durante nada menos que un semestre lo que los cristianos católicos de rito romano llaman la Virgen María, bajo la advocación de la Inmaculada Concepción.

Tan sacrosanto es el lugar que un cartel a la entrada trasera de la Ciudad Religiosa restringía mediante un pictograma no aprobado en el Reglamento de Circulación (algo así como las señales que prohiben el estacionamiento de autocaravanas) la entrada de bicicletas.

Pero nosotros accedimos con ellas sin molestar a nadie y circulando despacio y con prudencia. Queríamos comprobar sin darnos una caminata –y resultó ser cierto– si el río Gave, de impetuoso y ruidoso caudal, como corresponde a un curso fluvial alto, en el crítico momento en que pasa delante de la gruta donde está la imagen de la Virgen de Lourdes, de repente, y sólo durante esos escasos treinta metros, deja de sonar, se vuelve de aguas mansas y discurre sin rumor.

Mientras comprobábamos la acendrada piedad de la gente y este misterioso fenómeno, se nos acercó de malos modos y profusión de walkie talkies un segurata, nos obligó a apearnos y nos indicó que fuésemos hasta la puerta principal donde nos esperaba su compañero. Sin duda para ponernos una receta.

Como ya teníamos aprendida la lección de no doblegarnos ante el yugo napoleónico, le hicimos caso sólo a medias. Es decir: a mitad de camino, antes de llegar hasta los polis de la puerta que ya se veían a lo lejos, aprovechando que una peregrinación se salía por una lateral hacia un recinto hospitalario, nos mimetizamos con ellos y eludimos la acción de la justicia religiosa francesa como buenos pícaros. Sin duda, por intercesión de la propia Virgen que nos echó un cable.

Lo que nos habíamos ahorrado, nos lo gastamos en placeres en Pau, la capital del departamento de Pirineos Atlánticos, y desde allí nos desviamos hacia Gurmeçon, una bonita aldea de montaña con merenderos de madera de roble, techados y preparados para cenar bajo cualquier chaparrón.

En la subida a la vertiente francesa del Coll de Somport, en unos recodos del término de Urdos, nos volvimos a reunir con las almohadas hasta el día siguiente.

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En que le dimos un repaso, por esa deformación familiar que se ha dicho antes, a la vieja estación internacional –tan abandonada como cargada de historia– de Canfranc, ya en la provincia de Huesca.



A través de este túnel (paseando hace veinte años por su interior vi un Renault 4 del Instituto Tecnológico Geominero provisto de ruedas metálicas de pestaña para circular por la vía, aparcado dentro…),



la línea ferroviaria unía Zaragoza con Toulouse por un interesante corredor pirenaico intermedio a Irún y Port-Bou que los políticos no han sabido aprovechar.

Es más, en cuanto pudieron, han abandonado a su suerte este fantástico paso ferroviario. La excusa se la pusieron a tiro de una, como en el parchís: el 27 de marzo de 1970, un pequeño tren de mercancías descarriló en el viaducto de L’Estanguet y provocó su rotura, cerca de Lescun, en el lado francés. Y desde esa jornada no ha vuelto a circular ningún tren comercial entre ambos países.

Ahora, apenas dos veces al día, aparece un regional de RENFE Operadora procedente de Jaca y Huesca. En sus desiertas y bellísimas dependencias nadie factura equipajes, nadie rescata del olvido la bóveda del vestíbulo… nadie hace nada…



Hace algún tiempo dediqué un soneto, a propósito de la exposición fotográfica de un gran amigo y compañero, a otra línea tristemente abandonada, la de Fuente de San Esteban-Boadilla (Salamanca) a Barca d’Alva (Portugal), que unía Hendaya con Oporto. Sólo un trazado en Suiza supera a éste en densidad de obras metálicas y de fábrica (veinte túneles y trece viaductos



en sólo dieciséis kilómetros y medio
que salvan un desnivel de trescientos metros entre la submeseta norte y el valle del Duero con pendientes de hasta 21 milésimas, cerca del límite de los trenes de cremallera), y sin embargo lo han dejado perder…


Zarza que ahogas balasto embreado,
que corres, trepas y minas los muros,
cales y vientos del túnel oscuros,
decid si se ha muerto el hierro clavado

a este roble tendido y ajado
que supo volar por viejos conjuros
hoces, valles y riscos inseguros.
Decidme si el fantasma ha triunfado,

si ya nunca los ecos de un silbido,
de un adiós, de una flor y una emoción…
Si ya nunca pasará este olvido

y ya nunca el vapor con su canción
dejará al viajero, anochecido,
en el frío andén de esta estación.


Perdonad que lo subraye, pero es que duele mucho que el abandono suma a tantas comarcas en el olvido del desarrollo… a los mismos ciudadanos que pagan iguales impuestos y emiten iguales votos que otros más favorecidos por las decisiones de los despachos.

De allí, una rápida visita por Jaca, adonde hacía años que no volvíamos. Además de unas compras de supermercado y una panóramica de la ciudadela y del monasterio de San Juan de la Peña con las bicis,



en cuyos merenderos almorzamos, el día nos dio de sí para comernos unos cafés con helados antes de alcanzar Zaragoza y ya muy tarde la Casa de Campo de Madrid donde dormimos.

Al detenernos un instante en la señal de STOP del Lago cuando localizábamos el mejor sitio para descansar, una chica africana de las que ganan el pan con el sudor de más abajo de su frente, sin sospechar que yo estaba en la parte de atrás del coche preparando la cama, abrió una puerta trasera para empezar otro ratito de trabajo: ¡Qué grito pegó mientras decía con acento italiano

–Excusa!

27



Este antiguo coto de caza de la familia real española, cedido a los madrileños, es ahora un lugar lleno de fuentes. En una de ellas, un poco escondida, nos hicimos la toilette bajo un sol abrasador.

Luego los simpáticos y voluntariosos camareros del chiringuito La Manzana, en la glorieta Puerta Moreras, junto al enlace 18A de la autopista M30, nos dieron por poco dinero muy bien de comer en plan tapeo a base de ensaladillas, croquetas y calamares.

Tras una reconfortante siesta, un último empujón de acelerador nos devolvió, casi once mil kilómetros después, primero a visitar a un buen amigo que trabajaba de noche en la recepción de un hotel y finalmente al garaje de casa. Que ya era hora…



Saludos.