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Desayunamos en el coche y luego bajamos las bicicletas de la baca para recorrer toda la lengua de tierra. Y evidentemente cuando llegamos al final de la isla-península (según suba o baje el agua) todo el aparcamiento estaba petao: No cabía un alfiler. Al fin y al cabo estamos –y no es para menos– ante uno de los lugares más visitados de toda Francia.

En su consecuencia hay bárbaras mareas, esta vez humanas, de grupos organizados, bastante desorganizados, que colapsan taquillas, escaleras, rampas, tiendas de recuerdos… hasta tal punto que nos conformamos con un buen recorrido por las partes altas del monasterio-fortaleza, pero sin profundizar en cada atracción: uno no puede estar toda la vida haciendo colas.

El lugar bien merece la pena un desvío en cualquier viaje por Normandía.

Nuestro sistema de conservación de alimentos en este coche, en resumen, consistía en llevar bastantes embutidos al vacío en raciones de unos 150 g, conservas de verduras, pescados y guisos de legumbres, y, para los productos frescos que íbamos comprando a diario (hortalizas, huevos, lácteos…), una nevera de 12 V de 25 l conectada y cinchada durante el día al panel trasero



y de noche a la consola entre los asientos delanteros.



Los primeros productos y el agua para beber estaban siempre situados en la bodega, debajo de la cama que podía elevarse como la tapa de un piano de cola. Véase un poco de jamón de Guijuelo en primer término.



Luego, bajada la plataforma y sus faldones de moqueta, pocos podrían sospechar el contenido.





E iban semi-refrigerados porque la tobera del aire acondicionado expulsa el caudal hacia atrás y hacia abajo justo cabe el freno de mano.

Y, sin embargo, los frescos se ponían en la nevera. Para ayudar a la refrigeración por efecto célula Peltier, situábamos primero un paquete de hielo en el fondo, de ésos que venden en las gasolineras por toda España pero en muy pocas al norte de los Pirineos.

Ese bloque (o bolsa del super llena de hielos que te han regalado en cualquier bar o restaurante) se cubre con un tupper del todo a cien más o menos de la misma la superficie que el interior de la nevera, pero puesto boca abajo con el fin de que cuando empiece a derretirse enfríe pero no moje los alimentos, que quedarán así sobre una económica y eficaz plataforma fría.

Pues antes de marcharnos del Mont-St-Michel hicimos la reposición del hielo correspondiente al día en curso (y el vaciado del derretido anterior) y la compra en el supermercado.

Camino de Caen –donde también hicimos sólo una visita panorámica– una de las ciudades que más sufrió (80% destruida) los bombardeos subsiguientes al Desembarco aliado de Normandía del 6 de junio de 1944, el célebre Día D que cambió definitivamente el signo de la Segunda Guerra Mundial,



picamos algo e hicimos la colada en la primer área de servicio. Naturalmente, sin lavadora, porque el espacio es muy limitado. Pero sirviéndonos del viejo truco de las bolsas de basura. Como las que un lustro después llegarían a determinado chalé de la Costa del Sol, pero sin billetes.

En Francia, además, es muy útil porque la inmensa mayoría de los WC de las áreas de descanso (más discretas que las de Servicio) tienen lavabos con pileta grande, con lavapiés e incluso con duchas.

Centrándose en los lavabos o piletas, no siempre muy limpios, la técnica consiste en rajar perimetralmente una de esas bolsas negras y ponerla como un forro por el interior del seno una vez que arrugando una bolsa de asas normal hemos hecho un improvisado tapón en el sumidero.

Echamos primero sobre la bolsa un detergente potente especial para lavados rápidos en frío, del tipo de Woolite o Norit y luego abrimos el grifo para homogeneizar la disolución hasta que quede una profundidad suficiente para un par de prendas grandes o varias pequeñas. Ponemos cinco minutos la ropa a remojo, removiéndola algo cada poco; aclarar, escurrir y listo. La doblamos en húmedo como para guardar en el armario y directa a la bandeja secadora del motor.



En unos treinta o cuarenta kilómetros queda seca, planchada y con olor a suavizante. Como en casa. Como dicen los políticos, lo prometo por mi conciencia y honor.

El final de la tarde, bicis en ristre, lo pedaleamos por un atestado Rouen, la última gran ciudad que besa el Sena antes de entregar su curso a La Mancha, por Le Havre.



Estaba tan animada (conciertos en las plazas, casetas de comida, mercadillos de artesanía, peña por todas partes…) porque esos días se celebran los Festivales de Música de Francia.

Pues allí que nos fundimos con el gentío a probar todo lo que se vendía por la calle y a subir el ánimo con un buen café a los pies de la catedral. También vimos la plaza del Mercado Viejo donde a las nueve de la mañana del 30 de mayo de 1431 el Tribunal de la Santa Inquisición mandó quemar viva a Juana de Arco. Ya sabéis: hay gente que se incomoda cuando piensas diferente… y si encima tienen poder…

Una cena rápida en un área de la autopista A13 nos dejó en París, donde de paso fuimos recorriendo el Bois de Boulogne y los barrios de Trocadéro y Étoile para después divertirnos un poco por Le Marais, en la zona del boulevard de Sébastopol.

Al pasear por el 25 de la avenue Montaigne, se nos fue la vista a la carta de uno de los mejores restaurantes del planeta, galardonado con la máxima distinción posible (tres estrellas y cinco tenedores rojos en la Guía Michelín). Se trata de Alain Ducasse. Si alguna navidad toca algo gordo, pasaremos a dejar los 330 € por cubierto de su gran menú-degustación, vino e IVA aparte.



Mosquitos armados hasta los dientes, tamaño libélula, nos merodeaban en el momento de apagar el motor en un sombreado rincón de un bonito bosque al norte de la megalópolis parisina. Concretamente en L’Isle Adam, justo en el arranque de la autopista A16, en dirección a Amiens.

Cuando mi media naranja, atufado por la tonelada de insecticida con la que preparé el habitáculo para dormir, ya amanecido, se salió para dar un último paseo evacuatorio, tuvo la mala suerte de encontrarse con una patrulla de la Gendarmerie que lo confitaron a preguntas sobre qué hacían dos españoles durmiendo a esas horas en un bosque tan apartado… Pero la cosa no llegó a más que abrir una puerta trasera y verme a mí en el interior empezándome a entregar a Morfeo. Se portaron bien.