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Uno de los principales inconvenientes del buen tiempo son los bichitos voladores. Para evitarlos al mismo tiempo que minimizamos la condensación interior al dormir, y desde luego para la ventilación ordinaria, usamos este tipo de cortina



que no es más que una moqueta doble, con la forma del lado interior del cristal, cuya plantilla hemos sacado con una cartulina. En ambas piezas se recorta un rectángulo horizontal coincidente largo y estrecho. Y, antes de pegarlas entre sí con cola de contacto, se pone dentro otro rectángulo, un poco mayor, de tela mosquitera.

Así queda prisionera e inamovible, dentro de esta cortina opaca y semirrígida que permite incluso abrir un poco la ventanilla tintada (imagen inferior) para faciliar la entrada de aire sin miradas indiscretas.

En los despertares por la mañana, cuando en el coche se ha acumulado ya un poco de calor (sobre todo si no se está a la sombra), este método alivia muchísimo porque se establece una corriente fresquita entre las dos oquedades.

En tales circunstancias nos desayunamos aquel día antes de buscar otra lavandería para lo que nos quedó del anterior. Y encontramos ésta en una esquina cerca de la carretera de travesía:



¿Alguno de vosotros intuiría que la palabra tørretumblere significa centrifugar y vaskemaskine es una lavadora? ¿Os hacéis cargo de nuestra zozobra espiritual, ropa sucia y monedas en mano, para enfrentarnos por primera vez con una lavandería danesa?

Suerte que una chavala llegaba con su bici y nos explicó en inglés mientras despachaba la ropa lo necesario para familiarizarnos.

Luego nos echaron de comer en el Mc Donalds del centro, nos embutimos unos helados con espectaculares toppings derramados por encima, y fuimos enseguida a ver la casa del cuentista más famoso del país. ¿A quién no le han contado de pequeño el del Patito Feo? Pues lo escribió su más ilustre vecino Hans Christian Andersen.

Que, como suele pasar, no es profeta en su tierra. Porque, al peguntarle por dónde se iba a la que hacía la colada, nos hizo un gesto de aburrimiento poniéndose la mano en la boca abierta y separandola un poco alternativamente mientras articulaba un bostezo imaginario.

Un largo puente colgante, que anuncia, con ser él ya bastante espectacular, el que se describe más abajo, nos llevó de la isla en donde está incardinada Odense, hasta la de Copenhague a cuyas afueras estacionamos. Con bici nos recorrimos primero un ciber, algunas compras en tiendas de conveniencia (Seven eleven), el centro –no excesivamente deslumbrante–, café y pasteles junto al palacio real, un paseo por el parque Ørsteds… y la minúscula y mal contextuada Sirenita, no por ridícula menos frecuentada. Aunque la gente no suele inmortalizarla con esas horribles naves portuarias de fondo.



Y en unos minutos cumplimos un largo sueño concebido hace meses… llegar a Escandinavia sin ferry.

En realidad fue ese impulso final que nos decidió a acometer este viaje. Si nos hubiésemos dado la vuelta aquí, ya hubiéramos tenido las expectativas cumplidas. Estábamos en el Öresundsbron, previo pago de algo más de ¡mil durillos! de peaje.



Todavía no había pasado un año completo (fue el primero de julio de 2000) desde que los soberanos reinantes Margarita de Dinamarca y Carlos Gustavo de Suecia se dieran la mano en el centro de este colosal ingenio cuyas proporciones asustan a cualquiera: una autopista y un ferrocarril de vía doble de dieciséis kilómetros de largo que atraviesa el estrecho de Øresund a una altura máxima de 57 metros de la superficie marina y con un vano central, atirantado por cables, de casi medio kilómetro de luz, y con pilares que suben hasta los 204 metros.

Una barbaridad que no se cree hasta que no se siente el viento en la cara allí mismo.

Sale uno de Copenhague, se sumerje en un túnel de tres kilómetros y medio (para que pasen por encima los barcos muy altos) y emerge de nuevo en una isla artificial que es el verdadero arranque del puente. Cuando acabas de atravesarlo, ya en Malmö, está el peaje y, en nuestro caso, un policía sueco muy simpático que nos pregunto literalmente qué hacíamos allí.

– Queremos conocer Noruega– bastó para que nos dejara pasar sin más historias.

Aunque eran como las cuatro de la mañana, parecían ya las nueve por la elevada latitud y por el mes del año. Aunque no conseguiríamos llegar hasta el círculo polar ártico en cuyas inmediaciones ya puede verse el sol de medianoche durante la mayor parte de la temporada que rodea el solsticio de verano, sí pudimos comprobar el curioso fenómeno del alba de medianoche. Es decir, no llega a hacerse completamente la oscuridad sino que al menos hay siempre esa cantidad de luz característica de la hora anterior al amanecer. Luego en invierno se fastidian y les pasa justo lo contrario: que casi no ven la luz en todo el día.

Con estas fotopeculiaridades nos fuimos a dormir, tras comentar nuestra posición a los más allegados por teléfono, en el primer aparcamiento posible de la carretera.