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Como estábamos tan ricamente acampados en todo el centro nos quedamos desayunando y todo eso hasta que se acercó la hora del toque de trompeta de las doce del mediodía.

Resulta que durante un asedio de los tártaros a la ciudad, el vigía de la plaza, encargado de dar la alarma con una trompeta desde la torre de la iglesia de Santa María,



la más alta, fue alcanzado por una flecha enemiga, pero Cracovia se salvó gracias a su aviso.

Para rememorarlo siempre, un trompetista



toca a ciertas horas (creo que a las 9, a las 12, a las 15 y alguna más) una corta melodía que repite cuatro veces en otras tantas ventanas de la torre orientadas a los puntos cardinales. Al acabar cada paso, saca la mano con la trompeta y saluda a los congregados. Es divertido de ver.

Allí que nos fuimos. Recorrimos también los mercadillos de artesanía, pasamos por uno de los numerosos locutorios de internet de la calle Florianska (ya se sabe... con tanto estudiante...), e incluso comprobamos que sigue con vida el trabajo de adivina callejera.



En las iglesias, que como en toda Polonia siempre están dando misa, hay una curiosa manera de poner las esquelas de los entierros: unas encima de otras. No quitan las anteriores.



Se nos acabó de ir lo poco que quedaba de mañana con una rápida visita al castillo y a la feísima catedral de rico mobiliario de donde era arzobispo el día que lo eligieron papa el que nació en Wadowice.

Lo interesante de hoy nos sucede en una recomendación para comer vista en algunas guías: el restaurante Hawelka de la plaza mayor (Rynek Glowny 34), de corte turístico a precios razonables en la sala de la planta baja. La primera nota nos la da el que sea un local doble.

Es decir: en la planta alta, más cuidada de decoración y de calidad culinaria, está la sala Wiejska que, de existir algún día la Guía Roja Michelín de Polonia, estaría muy bien considerada.

En lugar de carta de vinos, le traen a uno directamente los vinos delicadamente expuestos en un carro escalonado.



Nos inquieta al llegar a las mesas el ser los únicos clientes, a pesar de que un miércoles no es un día concurrido. Pero estamos en la principal calle de una de las ciudades más turísticas del continente y a mediodía.

Nos reciben dos ociosos camareros con impecable servicio y correcto inglés. Entre los vistazos a la carta subió un empleado en ropa de calle que discretamente se introdujo en la cocina: pista número uno.

Memorable el pato al estilo de Cracovia, que fue lo que más destacó hasta que llegó la pista número dos: casi nos exigían abonar la cuenta en efectivo por más que a la entrada ondeaban ufanas las pegatinas de las distintas tarjetas aceptadas.

La puntilla la puso la susurrada y pedigüeña frase, muy habitual en los países anglosajones:

–The service is not included, sir.

Las conclusiones al enigma, creo yo, son muy simples: Ese día no esperaban reservas en la parte de arriba, de precios más altos. 20 € por barba es una fortuna para el comensal medio polaco, que además tiene muy poca afición a comer fuera. El jefe o no estaba o no llegaría a saber que había habido sólo dos clientes. El cocinero del de abajo subió un rato expresamente a cocinarnos y a ocultar en la despensa el escaso consumo. Pagar en efectivo es el modo más fácil de repartirse la minuta entre los tres, sobre todo si el cliente es espléndido abonando además lo que llaman el servicio.

Pero claro, las organizaciones de consumidores y usuarios nos enseñan lo contrario: Si hay logo, hay que respetar el pago con plástico. Y, segundo, no se puede cobrar dos veces por lo mismo, por un acto integral.

Nadie paga a su frutero por un lado la lechuga y por otro el esfuerzo de meterla en la bolsa y entregarla. Nadie paga en su tienda de muebles una vez por el sofá y otra por ayudarte a elegirlo en la exposición.

La diferencia entre un piso de estudiantes con derecho a cocina, un bufé libre o un supermercado con respecto a un restaurante está precísamente en que en este último el concepto incluye hacerte la comida y servirtela a la mesa, con una vajilla y unas atenciones. Si no, no sería un restaurante.

Salidos de allí sin ser sableados como pretendían, dedicamos la tarde a recorrer librerías de viejo, ir completando la serie de zlotys para colección, ver escaparates con cosas diferentes, como este ajedrez para tres jugadores (madre mía, ¡qué lío de partida!)



y darnos una agradable ducha antes de tomar la autopista de nuevo hacia Katowice, capital de la comarca minera.

Dos ridículos peajes de en torno a un euro nos hacen sonreir y seguimos considerando a Polonia como un país de autopistas gratuitas. La vía vira al norte hacia Czestochowa, una tranquila localidad que vive volcada en torno a las perennes y multitudinarias peregrinaciones al monasterio de Jasna Gora, donde se venera la célebre advocación de la virgen negra, tan querida y promocionada por el más célebre de los arzobispos de Cracovia.



En el aparcamiento de turismos, oscuro y solitario, nos hacemos la cena. Por esas ironías de la vida, frente a nosotros está, cerrado, este chiringuito para turistas de tan estremecedor nombre en polaco:


Mala Gastronomia significa ‘Meriendas’

Tan continuos son los flujos de fieles, en la misma onda que en Fátima (P) o en Lourdes (F), que, cuando llegamos al lugar con la esperanza perdida de encontrarlo abierto para visitarlo aunque fuese por fuera (eran las dos de la madrugada), nada menos que nos encontramos unos veinte autobuses de peregrinos celebrando una vigilia de oración en honor a la virgen. En el interior, por respeto, sólo obtenemos esta deficiente imagen medio de tapadillo para no herir ninguna sensibilidad. Tendríais que ver a la gente tirada por el suelo, rezando en voz alta, entre devoción y fanatismo. Algo así como llegar al Rocío durante ese ratito en que la imagen de la Blanca Paloma sale a hombros de una turbamulta de romeros enfervorecidos.



En la parte superior central puede verse el camarín del icono bizantino sobre el que se basa la imagen, bastante desenfocado.

No sé cómo será meterse entre la gente que da vueltas alrededor de la Kaaba en La Meca, pero mucho me temo que no haya demasiada diferencia.

Al fin y al cabo ya lo dijo el del monumento que habíamos visto en Chemnitz: es el opio del pueblo.

Visto todo lo que tocaba ver hoy, nos volvemos a la carretera y a la manta. Que extendimos, repostados en la Jet, en el aparcamiento TIR de la autopista A1 a la altura de Kruszyna.

Elige etapa:
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