11. Termoli (I) – Rimini (I)

Cuando por la mañana fui al motor a hacer el desayuno y a volver a unir las dos baterías (lo que se conoce como relé a manubrio ;D ), me encontré con el pastel: todo el motor estaba inundado de arena.

Sí, sí: había arena por todas partes. Incluso –no me digáis cómo– había entrado en el colector de admisión de la inyección.



Así es que lo primero, con un tiempo de perros, antes de arrancar, para evitar que ninguna partícula se adentrara en el circuito de alimentación, tuve que desmontar el filtro del aire, el colector y sus tubos y limpiarlos a conciencia de arena: una labor de chinos.

Después, sin que nos vieran, en un autolavado de Pescara, un poco más adelante, enjuagamos el motor entero con agua jabonosa. Cosa que en Italia, en aquella época, ya estaba prohibido. Fin del problema. Pero menudo susto.

En la misma autopista que nos llevaba hacia el norte por la costa del Adriático nos cogimos la Guía Roja de Italia, debida a Michelin, y nos detuvimos un buen rato en la meca del fervor del norte: el santuario de la Virgen de Loreto.



El que a la sazón iba a ser nuestro país visitado número XXI, la República de San Marino, nos aguardaba en lo alto, a pocos kilómetros de este desvío:





Se trata de un pequeño estado independiente, de un tamaño aproximado de dos tercios de la ciudad de Barcelona. Nosotros nos lo encontramos gélido, nevado, de aspecto medieval y desértico, pasado sólo día y medio del plenilunio. Como si hubiésemos retrocedido en el tiempo.







El frío húmedo del mar cercano se nos metía por debajo de la ropa de abrigo como sólo saben los que viven en invierno en la costa. Nada frena que te llegue hasta los huesos.

En el aparcamiento de la muralla cenamos casi en soledad; después volvimos a Italia a pasar el río Rubicón, en el sentido contrario a cómo lo hizo por esas fechas (el 10 de enero) Julio César tocándole los huevos al Senado Romano en el año 49 aC. El río era la frontera entre las Galias e Italia y atravesarlo era una declaración fáctica de hostilidad.

En aquella ocasión, después de que el general, más tarde dictador, pronunciara la célebre frase Alea iacta est (la suerte está echada), comenzaría la Segunda Guerra Civil de la república.

La nuestra estaba clara: tocaba acostarse en una despejada área de servicio de la autopista A14. Y eso hicimos.



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